Page 42 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
P. 42

tenemos sobre este acontecimiento grandioso y sombrío.
                     ¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y
                  experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del
                  suicida ante el abismo? Los dioses lo han  abandonado. La gran traición con que comienza la
                  historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses.
                  Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante
                  los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída. Se corre el riesgo de no comprender el
                  sentido que tenían esos signos y profecías para los indios si se olvida su concepción cíclica del
                  tiempo. Según ocurre con muchos otros pueblos y civilizaciones, para los aztecas el tiempo no era
                  una medida abstracta y vacía de contenido, sino algo concreto, una fuerza, sustancia o fluido que se
                  gasta y consume. De ahí la necesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el
                  siglo. Pero el tiempo —o más exactamente: los tiempos— además de constituir algo vivo que nace,
                  crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Un tiempo se acaba; otro vuelve. La llegada de
                  los españoles fue interpretada por Moctezuma —al menos al principio— no tanto como un peligro
                  "exterior" sino como el acabamiento interno de una era cósmica y el principio de otra. Los dioses se
                  van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.
                     Resulta más patética esta deserción divina cuando se piensa en la juventud y vigor del naciente
                  Estado. Todos los viejos imperios, como Roma y Bizancio, sienten la seducción de la muerte al
                  final de su historia. Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el golpe final
                  del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre parece carga ligera al que siente la fatiga
                  del poder. Los aztecas experimentan el calosfrío de la muerte en plena juventud, cuando marchaban
                  hacia la madurez. En suma, la conquista de México es un hecho histórico en el que intervienen
                  muchas y muy diversas circunstancias, pero se olvida con frecuencia la que me parece más
                  significativa: el suicidio del pueblo azteca. Recordemos que la fascinación ante la muerte no es tan-
                  to un rasgo de madurez o de vejez como de juventud. Mediodía y medianoche son horas de suicidio
                  ritual. Al mediodía, durante un instante, todo se detiene y vacila; la vida, como el sol, se pregunta a
                  sí misma si vale la pena seguir. En ese momento de inmovilidad, que es también de vértigo, a la
                  mitad de su carrera, el pueblo azteca alza la cara: los signos celestes le son adversos. Y siente la
                  atracción de la muerte:

                     Je pense, sur le bord doré de l'univers
                     A ce goüt de périr qui prend la Pythonise
                     En qui mugit l'espoir que le monde finisse.

                     Una parte del pueblo azteca desfallece y busca al invasor. La otra, sin esperanza de salvación,
                  traicionada por todos, escoge la muerte. Ante la sola presencia de los españoles se produce una
                  escisión en la sociedad azteca, que corresponde al dualismo de sus dioses, de su sistema religioso y
                  de sus castas superiores.
                     La religión azteca, como la de todos los pueblos conquistadores, era una religión solar. En el sol,
                  el dios que es fuente de vida, el dios pájaro, y en su marcha que rompe las tinieblas y se establece
                  en el centro del cielo como un ejército vencedor en medio de un campo de batalla, el azteca
                  condensa todas las aspiraciones y empresas guerreras de su pueblo. Pues los dioses no son meras
                  representaciones de la naturaleza. Encarnan también los deseos y la voluntad de la sociedad, que se
                  autodiviniza en ellos. Huitzilopochdi, el guerrero del sur, "es el  dios tribal de  la guerra y del
                  sacrificio... y comienza su carrera con una matanza. Quetzalcóatl-Nanauatzin es el dios-sol de los
                  sacerdotes, que ven en el autosacrificio voluntario la más alta expresión de su doctrina del mundo y
                  de la vida: Quetzalcóatl es un rey-sacerdote, respetuoso de los ritos y de los decretos del destino,
                  que no combate y que se da la muerte para renacer. Huitzilopochtli, al contrario, es el sol-héroe de
                  los guerreros, que se defiende, que lucha y que triunfa, invictus sol que abate a sus enemigos con las
                  llamas de su xiucoatl. Cada una de estas personalidades divinas corresponde al ideal de una de las




                                                            39
   37   38   39   40   41   42   43   44   45   46   47