Page 45 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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orden colonial es imprescindible. La determinación de las notas más salientes de la religiosidad
                  colonial —sea en sus manifestaciones populares o en las de sus espíritus más representativos—nos
                  mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen de muchos de nuestros conflictos posteriores.

                     LA PRESTEZA  con que el Estado español —eliminando ambiciones de encomenderos,
                  infidelidades de oidores y rivalidades de toda índole— recrea las nuevas posesiones a imagen y
                  semejanza de la Metrópoli, es tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La
                  sociedad colonial es un orden hecho para durar.  Quiero decir, una sociedad regida conforme a
                  principios jurídicos, económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una
                  relación viva y armónica entre las partes y el todo. Un mundo suficiente, cerrado al exterior pero
                  abierto a lo ultraterreno.
                     Es muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y más fácil aún
                  denunciarla como una forma vacía, destinada a encubrir los abusos de los conquistadores o  a
                  justificarlos ante sí mismos y ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que
                  esa aspiración ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y que sustentaba, como la raíz
                  al árbol, fatal y necesariamente, otras formas culturales y económicas. El catolicismo es el centro de
                  la sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las
                  virtudes y hasta los pecados de siervos y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y
                  militares. Gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas
                  históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de
                  la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos los pobladores. Y al hablar de la
                  Iglesia Católica, no me refiero nada más a la obra apostólica de los misioneros, sino a su cuerpo
                  entero, con sus santos, sus prelados rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus
                  obras de caridad y su atesoramiento de riquezas.
                     Es cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra
                  nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no
                  convenía malgastar. Es difícil  que a esta consideración se hayan mezclado otras de carácter
                  humanitario. Semejante hipótesis hará sonreír a cualquier que conozca la conducta de los
                  encomenderos con los indígenas. Pero sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso.
                  Y no pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar sus condiciones de vida y
                  organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en la posibilidad que el bautismo les ofrecía de
                  formar parte, por la virtud de la consagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica los
                  indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto
                  como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo,
                  así fuese en la base de la pirámide social, les fue despiadadamente negada a los nativos por los
                  protestantes de Nueva Inglaterra. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba
                  encontrar un sitio en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al
                  indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El
                  catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su
                  presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.
                     Resulta innecesario añadir que la religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano,
                  era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser de otro modo, pues el
                  catolicismo fue una religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro
                  punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus rela-
                  ciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y  con lo Sagrado se habían
                  restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto.
                     No por simple devoción o servilismo los indios llamaban "tatas" a los misioneros y "madre" a la
                  Virgen de Guadalupe.
                     La diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero
                  por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último en la escala social, a




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