Page 46 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había parias, gente sin
                  condición social determinada o sin estado jurídico, moral o religioso. La diferencia con el mundo de
                  las modernas sociedades totalitarias es también decisiva.
                     Es cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un arte, un pensamiento,
                  un mito o formas de vida originales. (Las únicas creaciones realmente originales de América —y no
                  excluyo naturalmente a los Estados Unidos— son las precolombinas.) También es cierto que la
                  superioridad técnica del mundo colonial y la introducción de formas culturales más ricas y comple-
                  jas que las mesoamericanas, no bastan para justificar una época. Pero la creación de un orden
                  universal, logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la redime de sus
                  limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco, las Leyes de Indias, los cronistas, historia-
                  dores y sabios y, en fin, la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos y los
                  delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como amplio, no son sino reflejos del
                  equilibrio de una sociedad en la que también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio,
                  justificación y sentido. La sociedad estaba regida por un orden cristiano que no es distinto al que se
                  admira en templos y poemas.
                     No pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista esta o aquella forma de
                  opresión, ninguna sociedad se justifica. Aspiro a comprenderla como una totalidad viva y, por eso,
                  contradictoria. Del mismo modo me niego a ver en los sacrificios humanos de los aztecas una
                  expresión aislada de crueldad sin relación con el resto de esa civilización: la extracción de corazo-
                  nes y las pirámides monumentales, la escultura y  el canibalismo ritual,  la poesía y la "guerra
                  florida", la teocracia y los mitos grandiosos son un todo indisoluble. Negar esto es tan infantil como
                  negar el arte gótico o a la poesía provenzal en nombre de la situación de los siervos medievales,
                  negar a Esquilo porque había esclavos en Atenas. La historia tiene la realidad atroz de una pe-
                  sadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de
                  esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberamos, así sea por un
                  instante, de la realidad disforme por medio de la creación.

                     DURANTE siglos España digiere y perfecciona las ideas que le habían dado el ser. La actividad
                  intelectual no deja de ser creadora, pero solamente en la esfera del arte y dentro de los límites que se
                  sabe. La crítica —que en esos siglos y en otras partes es la más alta forma de creación— existe
                  apenas en ese mundo cerrado y satisfecho. Hay, sí, la sátira, la disputa teológica y una actividad
                  constante por extender, perfeccionar y hacer más sólido el edificio que albergaba a tantos y tan
                  diversos pueblos. Pero los principios que rigen a la sociedad son inmutables e intocables. España no
                  inventa ya, ni descubre: se extiende, se defiende, se recrea. No quiere cambiar, sino durar. Y otro
                  tanto ocurre con sus posesiones ultramarinas. Superada la primera época de borrascas y disturbios,
                  la Colonia padece crisis periódicas —como la que atraviesan Sigüenza y Góngora y Sor Juana—
                  pero ninguna de ellas toca las raíces del régimen o pone en tela de juicio los principios en que se
                  funda.
                     El mundo colonial era proyección de una sociedad que había ya alcanzado su madurez y
                  estabilidad en Europa. Su originalidad es escasa. Nueva España no busca, ni inventa: aplica y
                  adapta. Todas sus creaciones, incluso la de su propio ser, son reflejos de las españolas. Y la per-
                  meabilidad con que lentamente las formas hispánicas aceptan las modificaciones que les impone la
                  realidad novohispana, no niega el carácter conservador de la Colonia. Las sociedades tradicionales,
                  observa Ortega y Gasset, son realistas: desconfían de los saltos bruscos pero cambian despacio,
                  aceptando las sugestiones de la realidad. La "Grandeza Mexicana" es la de un sol inmóvil, mediodía
                  prematuro que ya nada tiene que conquistar sino su descomposición.
                     La especulación religiosa había cesado desde hacía siglos. La doctrina estaba hecha y se trataba
                  sobre todo de vivirla. La Iglesia se inmoviliza en Europa, a la defensiva. La escolástica se defiende
                  mal, como las pesadas naves españolas, presa de las más ligeras de holandeses e ingleses. La
                  decadencia del catolicismo europeo coincide con su apogeo hispanoamericano: se extiende en




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