Page 44 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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inconcebibles en la Edad Media. Sus gustos literarios tanto como su realismo político, su conciencia
de la obra que realizan tanto como lo que Ortega y Gasset llamaría "su estilo de vida", tienen escasa
relación con la sensibilidad medieval.
Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no
lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poesía,
pintura, novela, arquitectura. Esas formas —amén de otras filosóficas y políticas—, mezcladas a
tradiciones e instituciones españolas de entraña medieval, son transplantadas a nuestro Continente.
Y es significativo que la parte más viva de la herencia española en América esté constituida por
esos elementos universales que España asimiló en un período también universal de su historia. La
ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo —en el sentido medieval que se ha querido
dar a la palabra: costra y cáscara de la casta Castilla—es un rasgo permanente de la cultura
hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de
Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española
que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o
desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte
de la española, es libre elección de unos cuantos espíritus. Y así, según apuntaba Jorge Cuesta, se
define como una libertad frente al pasivo tradicionalismo de nuestros pueblos. Es una forma, a
veces superpuesta o indiferente o la realidad que la sustenta. En ese carácter estriba su grandeza y
también, en algunos casos, su vacuidad o su impotencia. El crecimiento de nuestra lírica —que es
por naturaleza diálogo entre el poeta y el Mundo— y la relativa pobreza de nuestras formas épicas y
dramáticas, reside acaso en este carácter ajeno, desprendido de la realidad, de nuestra tradición.
La disparidad de elementos y tendencias que se observan en la Conquista no enturbia su clara
unidad histórica. Todos ellos reflejan la naturaleza del Estado español, cuyo rasgo más notable
consistía en ser una creación artificial, una construcción política en el más estricto de los
significados de la palabra. La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos
y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad
española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los elementos
que la componen (el catolicismo español siempre ha vivido en función de esa voluntad. De ahí,
quizá, su tono beligerante, autoritario e inquisitorial.) La rapidez con que el Estado español asimila
y organiza las conquistas que realizan los particulares muestra que una misma voluntad, perseguida
con cierta coherente inflexibilidad, anima las empresas europeas y las de ultramar. Las colonias
alcanzaron en poco tiempo una complejidad y perfección que contrasta con el lento desarrollo de las
fundadas por otros países. La previa existencia de sociedades estables y maduras facilitó, sin duda,
la tarea de los españoles, pero es evidente la voluntad hispana de crear un mundo a su imagen. En
1604, a menos de un siglo de la caída de Tenochtitlán, Balbuena da a conocer la Grandeza
Mexicana.
En resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o desde la española, este
acontecimiento es expresión de una voluntad unitaria. A pesar de las contradicciones que la
constituyen, la Conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad
cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lenguas, tendencias y Estados del
mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México
nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de
los aztecas y la de los españoles.
El Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas aborígenes era un organismo
subsidiario, satélite del sol hispano. La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven
humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden —mera superposición tiránica— abra sus
puertas a la participación de los dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden
abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la participación de los vencidos en la
actividad central de la nueva sociedad: la religión, merecen un examen detenido. La historia de
México, y aun la de cada mexicano, arranca precisamente de esa situación. Así pues, el estudio del
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