Page 90 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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tiempo, sino su unidad y cohesión. Los ritos y la presencia constante de los espíritus de los muertos
                  entretejen un centro, un nudo de relaciones que limitan la acción individual y protegen al hombre de
                  la soledad y al grupo de la dispersión.
                     Para el hombre primitivo salud y sociedad, dispersión y muerte, son términos equivalentes.
                  Aquél que se aleja de la tierra natal "cesa  de pertenecer al grupo. Muere y recibe los honores
                  fúnebres acostumbrados". El destierro perpetuo equivale a una sentencia de muerte. La
                  identificación del grupo social con los espíritus de los antepasados y el de éstos con la tierra se
                  expresa en este rito simbólico africano: "Cuando un nativo regresa de Kimberley con la mujer que
                  lo ha desposado, la pareja lleva consigo un poco de tierra de su lugar. Cada día la esposa debe
                  comer un poco de ese polvo... para acostumbrarse a la nueva residencia. Ese poco de tierra hará
                  posible la transición entre los dos domicilios." La solidaridad social posee entre ellos "un carácter
                  orgánico y vital. El individuo es literalmente miembro de un cuerpo". Por tal motivo las
                  conversaciones individuales no son frecuentes. "Nadie se puede salvar o condenar por su cuenta" y
                  sin que su acto afecte a toda la colectividad.
                     A pesar de todas estas precauciones el grupo no está a salvo  de la dispersión. Todo puede
                  disgregarlo: guerras, cismas religiosos, transformaciones de los sistemas de producción,
                  conquistas... Apenas el grupo se divide, cada uno de los fragmentos se enfrenta a una nueva si-
                  tuación: la soledad, consecuencia de la ruptura con el centro de  salud que era la vieja sociedad
                  cerrada, ya no es una amenaza, ni un accidente, sino una condición, la condición fundamental, el
                  fondo final de su existencia. El desamparo y abandono se manifiesta como conciencia del pecado —
                  un pecado que no ha sido infracción a una regla, sino que forma parte de  su naturaleza. Mejor
                  dicho, que es ya su naturaleza. Soledad y pecado original se identifican. Y salud y comunión
                  vuelven a ser términos sinónimos, sólo que situados en un pasado remoto. Constituyen la edad de
                  oro, reino vivido antes de la historia y al que quizá se pueda acceder si rompemos la cárcel del
                  tiempo. Nace así, con la conciencia del pecado, la necesidad de la redención. Y ésta engendra la del
                  redentor.
                     Surgen una nueva mitología y una nueva religión. A diferencia de la antigua, la nueva sociedad
                  es abierta y fluida, pues está constituida por desterrados. Ya el solo nacimiento dentro del grupo no
                  otorga al hombre su filiación. Es un don de lo alto y debe merecerlo. La plegaria crece a expensas
                  de la fórmula mágica y los ritos de iniciación  acentúan su carácter purificador. Con la idea de
                  redención surgen la especulación religiosa, la ascética, la teología y la mística. El sacrificio y la
                  comunión dejan de ser un festín totémico, si es que alguna vez lo fueron realmente, y se convierten
                  en la vía de ingreso a la nueva sociedad. Un dios, casi siempre un dios hijo, un descendiente de las
                  antiguas divinidades creadoras, muere y resucita periódicamente. Es un dios de fertilidad, pero
                  también de salvación y su sacrificio es prenda de que el grupo prefigura en la tierra la sociedad
                  perfecta que nos espera al otro lado de la muerte. En la esperanza del más allá late la nostalgia de la
                  antigua sociedad. El retorno a la edad de oro vive, implícito, en la promesa de salvación.
                     Seguramente es muy difícil que en la historia particular de una sociedad se den todos los rasgos
                  sumariamente apuntados. No obstante, algunos se ajustan en casi todos sus detalles al esquema
                  anterior. El nacimiento del orfismo, por ejemplo. Como es sabido, el culto a Orfeo surge después
                  del desastre de la civilización aquea —que provocó una general dispersión del mundo griego y una
                  vasta reacomodación de pueblos y culturas—. La necesidad de rehacer los antiguos vínculos,
                  sociales y sagrados, dio origen a cultos secretos, en los que participaban solamente "aquellos seres
                  desarraigados, transplantados,  reaglutinados artificialmente y  que soñaban con reconstruir una
                  organización de la que no pudieran separarse. Su sólo nombre colectivo era el de huérfanos". (Seña-
                  laré de paso que orphanos no solamente es huérfano, sino vacío. En efecto, soledad y orfandad son,
                  en último término, experiencias del vacío.)
                     Las religiones de Orfeo y Dionisios, como más tarde las religiones proletarias del fin del mundo
                  antiguo, muestran con claridad el tránsito de una sociedad cerrada a otra abierta. La conciencia de la
                  culpa, de la soledad y la expiación, juegan en ellas el mismo doble papel que en la vida individual.




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