Page 87 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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las negras y éstas a los chinos, ni que el señor se enamore de su criada o a la inversa. Semejantes
posibilidades nos hacen enrojecer. Incapaces de elegir, seleccionamos a nuestra esposa entre las
mujeres que nos "convienen". Jamás confesaremos que nos hemos unido —a veces para siempre—
con una mujer que acaso no amamos y que, aunque nos ame, es incapaz de salir de sí misma y
mostrarse tal cual es. La frase de Swan: "Y pensar que he perdido los mejores años de mi vida con
una mujer que no era mi tipo", la pueden repetir, a la hora de su muerte, la mayor parte de los
hombres modernos. Y las mujeres.
La sociedad concibe el amor, contra la naturaleza de este sentimiento, como una unión estable y
destinada a crear hijos. Lo identifica con el matrimonio. Toda transgresión a esta regla se castiga
con una sanción cuya severidad varía de acuerdo con tiempo y espacio. (Entre nosotros la sanción
es mortal muchas veces —si es mujer el infractor— pues en México, como en todos los países
hispánicos, funcionan con general aplauso dos morales, la de los señores y la de los otros: pobres,
mujeres, niños.) La protección impartida al matrimonio podría justificarse si la sociedad permitiese
de verdad la elección. Puesto que no lo hace, debe aceptarse que el matrimonio no constituye la más
alta realización del amor, sino que es una forma jurídica, social y económica que posee fines
diversos a los del amor. La estabilidad de la familia reposa en el matrimonio, que se convierte en
una mera proyección de la sociedad, sin otro objeto que la recreación de esa misma sociedad. De
ahí la naturaleza profundamente conservadora del matrimonio. Atacarlo, es disolver las bases
mismas de la sociedad. Y de ahí también que el amor sea, sin proponérselo, un acto antisocial, pues
cada vez que logra realizarse, quebranta el matrimonio y lo transforma en lo que la sociedad no
quiere que sea: la revelación de dos soledades que crean por sí mismas un mundo que rompe la
mentira social, suprime tiempo y trabajo y se declara autosuficiente. No es extraño, así, que la
sociedad persiga con el mismo encono al amor y a la poesía, su testimonio, y los arroje a la clan-
destinidad, a las afueras, al mundo turbio y confuso de lo prohibido, lo ridículo y lo anormal. Y
tampoco es extraño que amor y poesía estallen en formas extrañas y puras: un escándalo, un crimen,
un poema. La protección al matrimonio implica la persecución del amor y la tolerancia de la
prostitución, cuando no su cultivo oficial. Y no deja de ser reveladora la ambigüedad de la
prostituta: ser sagrado para algunos pueblos, para nosotros es alternativamente un ser despreciable y
deseable. Caricatura del amor, víctima del amor, la prostituta es símbolo de los poderes que humilla
nuestro mundo. Pero no nos basta con esa mentira de amor que entraña la existencia de la
prostitución; en algunos círculos se aflojan los lazos que hacen intocable al matrimonio y reina la
promiscuidad. Ir de cama en cama no es ya, ni siquiera, libertinaje. El seductor, el hombre que no
puede salir de sí porque la mujer es siempre instrumento de su vanidad o de su angustia, se ha
convertido en una figura del pasado, como el caballero andante. Ya no se puede seducir a nadie, del
mismo modo que no hay doncellas que amparar o entuertos que deshacer. El erotismo moderno
tiene un sentido distinto al de un Sade, por ejemplo; Sade era un temperamento trágico, poseído de
absoluto; su obra es una revelación explosiva de la condición humana. Nada más desesperado que
un héroe de Sade. El erotismo moderno casi siempre es una retórica, un ejercicio literario y una
complacencia. No es una revelación del hombre sino un documento más sobre una sociedad que
estimula el crimen y condena al amor. ¿Libertad de la pasión? El divorcio ha dejado de ser una
conquista. No se trata tanto de facilitar la anulación de los lazos ya establecidos, sino de permitir
que hombres y mujeres puedan escoger libremente. En una sociedad ideal, la única causa de
divorcio sería la desaparición del amor o la aparición de uno nuevo. En una sociedad en que todos
pudieran elegir, el divorcio sería un anacronismo o una singularidad, como la prostitución, la pro-
miscuidad o el adulterio.
La sociedad se finge una totalidad que vive por sí y para sí. Pero si la sociedad se concibe como
unidad indivisible, en su interior está escindida por un dualismo que acaso tiene su origen en el
momento en que el hombre se desprende del mundo animal y, al servirse de sus manos, se inventa a
sí mismo e inventa conciencia y moral. La sociedad es un organismo que padece la extraña
necesidad de justificar sus fines y apetitos. A veces los fines de la sociedad, enmascarados por los
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