Page 91 - 20 LABERINTO DE LA SOLEDAD--OCTAVIO PAZ
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EL SENTIMIENTO de soledad, nostalgia de un cuerpo del que fuimos arrancados, es nostalgia de
espacio. Según una concepción muy antigua y que se encuentra en casi todos los pueblos, ese
espacio no es otro que el centro del mundo, el "ombligo" del universo. A veces el paraíso se
identifica con ese sitio y ambos con el lugar de origen, mítico o real, del grupo. Entre los aztecas,
los muertos regresaban a Mictlán, lugar situado al norte, de donde habían emigrado. Casi todos los
ritos de fundación, de ciudades o de mansiones, aluden a la búsqueda de ese centro sagrado del que
fuimos expulsados. Los grandes santuarios —Roma, Jerusalén, la Meca— se encuentran en el
centro del mundo o lo simbolizan y prefiguran. Las peregrinaciones a esos santuarios son
repeticiones rituales de las que cada pueblo ha hecho en un pasado mítico, antes de establecerse en
la tierra prometida. La costumbre de dar una vuelta a la casa o a la ciudad antes de atravesar sus
puertas, tiene el mismo origen.
El mito del Laberinto se inserta en este grupo de creencias. Varias nociones afines han
contribuido a hacer del Laberinto uno de los símbolos míticos más fecundos y significativos: la
existencia, en el centro del recinto sagrado, de un talismán o de un objeto cualquiera, capaz de
devolver la salud o la libertad al pueblo; la presencia de un héroe o de un santo, quien tras la
penitencia y los ritos de expiación, que casi siempre entrañan un período de aislamiento, penetra en
el laberinto o palacio encantado; el regreso, ya para fundar la Ciudad, ya para salvarla o redimirla.
Si en el mito de Perseo los elementos místicos apenas son visibles, en el del Santo Grial el
ascetismo y la mística se alían: el pecado, que produce la esterilidad en la tierra y en el cuerpo
mismo de los súbditos del Rey Pescador; los ritos de purificación; el combate espiritual; y,
finalmente, la gracia, esto es, la comunión.
No sólo hemos sido expulsados del centro del mundo y estamos condenados a buscarlo por
selvas y desiertos o por los vericuetos y subterráneos del Laberinto. Hubo un tiempo en el que el
tiempo no era sucesión y tránsito, si no manar continuo de un presente fijo, en el que estaban
contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre, desprendido de esa eternidad en la
que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo cronométrico y se ha convertido en prisionero
del reloj, del calendario y de la sucesión. Pues apenas el tiempo se divide en ayer, hoy y mañana, en
horas, minutos y segundos, el hombre cesa de ser uno con el tiempo, cesa de coincidir con el fluir
de la realidad. Cuando digo "en este instante", ya pasó el instante. La medición espacial del tiempo
separa al hombre de la realidad, que es un continuo presente, y hace fantasmas a todas las
presencias en que la realidad se manifiesta, como enseña Bergson. Si se reflexiona sobre el carácter
de estas dos opuestas nociones, se advierte que el tiempo cronométrico es una sucesión homogénea
y vacía de toda particularidad. Igual a sí mismo siempre, desdeñoso del placer o del dolor, sólo
transcurre. El tiempo mítico, al contrario, no es una sucesión homogénea de cantidades iguales, sino
que se halla impregnado de todas las particularidades de nuestra vida: es largo como una eternidad o
breve como un soplo, nefasto o propicio; fecundo o estéril. Esta noción admite la existencia de una
pluralidad de tiempos. Tiempo y vida se funden y forman un solo bloque, una unidad imposible de
escindir. Para los aztecas, el tiempo estaba ligado al espacio y cada día a uno de los puntos
cardinales. Otro tanto puede decirse de cualquier calendario religioso. La Fiesta es algo más que
una fecha o un aniversario. No celebra, sino reproduce un suceso: abre en dos al tiempo
cronométrico para que, por espacio de unas breves horas inconmensurables, el presente eterno se
reinstale. La fiesta vuelve creador al tiempo. La repetición se vuelve concepción. El tiempo
engendra. La Edad de Oro regresa. Ahora y aquí, cada vez que el sacerdote oficia el Misterio de la
Santa Misa, desciende efectivamente Cristo, se da a los hombres y salva al mundo. Los verdaderos
creyentes son, como quería Kierkegaard, "contemporáneos de Jesús". Y no solamente en la Fiesta
religiosa o en el Mito irrumpe un Presente que disuelve la vana sucesión. También el amor y la
poesía nos revelan, fugaz, este tiempo original. "Más tiempo no es más eternidad", dice Juan
Ramón Jiménez, refiriéndose a la eternidad del instante poético. Sin duda la concepción del tiempo
como presente fijo y actualidad pura, es más antigua que la del tiempo cronométrico, que no es una
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