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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a
esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el
primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron
en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aún
no estaba el café.
-Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa.
-Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el
hermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia
Cotes salió a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos viejos para
animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no sólo estaba de
acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.» Antes
de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de periódicos y le dio una al
hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina
hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin
un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de
toda la vida.
-Cuídense mucho -les dijo.
De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que los
gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de
vaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta -me dijo- de lo solas
que estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios de
afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquina
con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta
pensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin
embargo, él me explicó después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido a
afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano,
por su parte, se afeitó del modo más humilde con la máquina prestada de don Rogelio
de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con
el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras
pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de
comer que no existían, con la intención de ver si era cierto que estaban esperando a
Santiago Nasar para matarlo.
Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su
casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque
el foco de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama en
la oscuridad y con la ropa puesta, pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo
encontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo para que recibiera al obispo.
Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina Cervantes hasta pasadas las
tres, cuando ella misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de baile para
que sus mulatas de placer se acostaran solas a descansar. Hacía tres días con sus
noches que trabajaban sin reposo, primero atendiendo en secreto a los invitados de
honor, y después destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamos
incompletos con la parranda de la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos
que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna
que conocí jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había
nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de
alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en los bazares
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