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Crónica de una muerte anunciada

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           Prudencia Cotes, la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a
           esa hora, y en especial los viernes cuando iban para el mercado, entraban a tomar el
           primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados por los perros que los reconocieron
           en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes en la cocina. Aún
           no estaba el café.
              -Lo dejamos para después -dijo Pablo Vicario-, ahora vamos de prisa.
              -Me lo imagino, hijos -dijo ella-: el honor no espera.
              Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien  pensó  que  el
           hermano estaba perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia
           Cotes  salió  a la cocina en plena adolescencia con un rollo de periódicos viejos para
           animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué andaban -me dijo- y no sólo estaba de
           acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre.» Antes
           de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de periódicos y le dio una al
           hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina
           hasta que los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin
           un instante de desaliento, hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de
           toda la vida.
              -Cuídense mucho -les dijo.
              De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció  que  los
           gemelos no estaban tan resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de
           vaporino con la esperanza de rematarlos. «¡Ese día me di cuenta -me dijo- de lo solas
           que estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le pidió prestado los utensilios de
           afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de colgar y la máquina
           con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de destazar.  Clotilde  Armenta
           pensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin
           embargo, él me explicó después, y era cierto, que en el  cuartel  había  aprendido  a
           afeitarse con navaja barbera, y nunca más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano,
           por su parte, se afeitó del modo más humilde con la máquina prestada de don Rogelio
           de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio, contemplando con
           el  aire  lelo  de  los  amanecidos  la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras
           pasaban  clientes  fingidos  comprando  leche  sin necesidad y preguntando por cosas de
           comer  que  no  existían,  con  la intención de ver si era cierto que estaban esperando a
           Santiago Nasar para matarlo.
              Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su
           casa a las 4.20, pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque
           el foco de la escalera permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama en
           la oscuridad y con la ropa puesta, pues sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo
           encontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo para que recibiera al obispo.
           Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina Cervantes hasta pasadas  las
           tres, cuando ella misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de baile para
           que sus mulatas de placer se acostaran solas  a  descansar.  Hacía  tres  días  con  sus
           noches  que  trabajaban  sin  reposo,  primero atendiendo en secreto a los invitados de
           honor,  y  después destrampadas a puertas abiertas con los que nos quedamos
           incompletos con la parranda de la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos
           que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna
           que conocí jamás, y la más servicial en la  cama,  pero  también  la  más  severa.  Había
           nacido y crecido aquí, y aquí vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de
           alquiler y un enorme patio de baile con calabazos de luz comprados en  los  bazares




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