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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras
bravuconadas -me dijo con su lógica personal-, porque no estaban tan borrachos como
yo creía.» Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillos
y los mandó a dormir. Los trataba con la misma complacencia de sí mismo con que
había sorteado la alarma de la esposa.
-¡Imagínense -les dijo-: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde,
pues pensaba que debía arrestar a los
gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un
argumento final.
-Ya no tienen con qué matar a nadie -dijo.
-No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos pobres muchachos del
horrible compromiso que les ha caído encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos Vicario no
estaban tan ansiosos por cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les
hiciera el favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.
-No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es cuestión de prevenir a Santiago
Nasar, y feliz año nuevo.
Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le
causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque
un poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su
comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad es
que no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se
felicitó por haber tomado la decisión justa.
Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que
fueron a comprar leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las seis.
A Clotilde Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente.
Pensaba que Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz del
dormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo mandó a decir,
inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para las
monjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida
Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba
todos los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo
casi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no
sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y
se conocía además el motivo con sus pormenores completos.
Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos
Vicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una
hoja oxidada y dura de doce pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido
fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una época en que no venían
cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. El
juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó
apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se
cometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los
cuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a
Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me
fijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez, sin embargo, Clotilde
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