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Crónica de una muerte anunciada

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              Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras
           bravuconadas -me dijo con su lógica personal-, porque no estaban tan borrachos como
           yo creía.» Ni siquiera los interrogó sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillos
           y  los  mandó  a  dormir.  Los  trataba  con la misma complacencia de sí mismo con que
           había sorteado la alarma de la esposa.
              -¡Imagínense -les dijo-: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
              Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde,
           pues pensaba que debía arrestar a los
              gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como un
           argumento final.
              -Ya no tienen con qué matar a nadie -dijo.
              -No es por eso -dijo Clotilde Armenta-. Es para librar a esos pobres muchachos del
           horrible compromiso que les ha caído encima.
              Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos  Vicario  no
           estaban  tan  ansiosos  por  cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les
           hiciera el favor de impedírselo. Pero el coronel Aponte estaba en paz con su alma.
              -No se detiene a nadie por sospechas -dijo-. Ahora es cuestión de prevenir a Santiago
           Nasar, y feliz año nuevo.
              Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte  le
           causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque
           un poco trastornado por la práctica solitaria del  espiritismo  aprendido  por  correo.  Su
           comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad. La verdad es
           que no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio en el puerto, y entonces se
           felicitó por haber tomado la decisión justa.
              Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que
           fueron a comprar leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las seis.
           A  Clotilde  Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente.
           Pensaba  que Santiago Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz del
           dormitorio, y a todo el que pudo le pidió prevenirlo donde lo vieran. Se lo mandó a decir,
           inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que fue a comprar la leche para las
           monjas.  Después  de  las  cuatro,  cuando vio luces en la cocina de la casa de Plácida
           Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba
           todos los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo
           casi todo el mundo estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes  no
           sabíamos que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y
           se conocía además el motivo con sus pormenores completos.
              Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos
           Vicario con otros dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una
           hoja  oxidada  y  dura  de  doce  pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido
           fabricado por Pedro Vicario con el metal de una segueta, en una época en que no venían
           cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto, pero ancho y curvo. El
           juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se arriesgó
           apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se
           cometió el crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
              Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los
           cuchillos -me dijo- y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a
           Santiago Nasar, así que yo creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me
           fijé en los cuchillos, y pensé que eran los mismos.» Esta vez,  sin  embargo,  Clotilde


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