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Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez
Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la misma determinación de
antes.
En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos
por dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían
caracteres contrarios. Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria.
Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto
hasta la adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo
mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, y
Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la familia. Pedro Vicario
cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público. El régimen de
tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar y la
costumbre de decidir por su hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que
resistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de
arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la
cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de acuerdo en que Pablo Vicario
desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario
regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle
a quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a
sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su
hermano exhibía como una condecoración de guerra.
Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a
Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él
quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces
fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo
en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias
veces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en
realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la
pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota
tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso -me
dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista-. Era como orinar vidrio molido.» Pablo
Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba
sudando frío del dolor -me dijo- y trató de decir que me fuera yo solo porque él no
estaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en uno de los mesones de carpintero
que habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones
hasta las rodillas. «Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevaba
envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diez
minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó
como una nueva artimaña del hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De
modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra
perdida de la hermana.
-Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por
el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo»,
recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-: había viento de mar y todavía
las estrellas se podían contar con el dedo.» La noticia estaba entonces tan bien
repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su
casa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado
-me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
sangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de
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