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Crónica de una muerte anunciada

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           Armenta  notó  desde  que los vio entrar que no llevaban la misma determinación de
           antes.
              En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos
           por dentro de lo que parecían por fuera, sino que en emergencias  difíciles  tenían
           caracteres  contrarios.  Sus amigos lo habíamos advertido desde la escuela primaria.
           Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto
           hasta  la  adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo
           mismo más autoritario. Se presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, y
           Pablo Vicario fue eximido para que se quedara al frente de la  familia. Pedro Vicario
           cumplió  el  servicio  durante  once meses en patrullas de orden público. El régimen de
           tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de mandar  y  la
           costumbre de decidir por su hermano. Regresó con  una  blenorragia  de  sargento  que
           resistió  a  los  métodos  más  brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de
           arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en  la
           cárcel  lograron  sanarlo.  Sus  amigos  estábamos de acuerdo en que Pablo Vicario
           desarrolló  de  pronto una dependencia rara de hermano menor cuando Pedro Vicario
           regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle
           a  quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a
           sentir, inclusive, una especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su
           hermano exhibía como una condecoración de guerra.
              Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó  la  decisión  de  matar  a
           Santiago Nasar, y al principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él
           quien pareció dar por cumplido el compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces
           fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno de los dos mencionó este desacuerdo
           en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo Vicario me confirmó varias
           veces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez no fuera en
           realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la
           pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota  a  gota
           tratando de orinar bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso -me
           dijo Pedro Vicario en nuestra única entrevista-. Era  como  orinar  vidrio  molido.»  Pablo
           Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol cuando volvió con los cuchillos. «Estaba
           sudando  frío  del  dolor  -me  dijo-  y trató de decir que me fuera yo solo porque él no
           estaba en condiciones de matar a nadie.» Se sentó en uno de los mesones de carpintero
           que habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones
           hasta  las  rodillas.  «Estuvo  como  media hora cambiándose la gasa con que llevaba
           envuelta la pinga», me dijo Pablo Vicario. En realidad  no  se  demoró  más  de  diez
           minutos, pero fue algo tan difícil, y tan enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó
           como  una  nueva  artimaña  del  hermano para perder el tiempo hasta el amanecer. De
           modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a buscar la honra
           perdida de la hermana.
              -Esto no tiene remedio -le dijo-: es como si ya nos hubiera sucedido.
              Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por
           el alboroto de los perros en los patios. Empezaba a aclarar.  «No  estaba  lloviendo»,
           recordaba Pablo Vicario. «Al contrario -recordaba Pedro-: había viento de mar y todavía
           las estrellas se podían contar con el dedo.» La noticia  estaba  entonces  tan  bien
           repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos pasaban frente a su
           casa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían matado
           -me dijo-, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
           sangre.» Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de



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