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Crónica de una muerte anunciada

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           chinos  de  Paramaribo.  Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación. Nos
           enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero  nos  enseñó  sobre  todo  que
           ningún  lugar  de  la  vida  es  más triste que una canea vacía. Santiago Nasar perdió el
           sentido desde que la vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se atreve con garza
           guerrera, peligros espera.  Pero él no me oyó, aturdido  por  los  silbos  quiméricos  de
           María Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a
           los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerró
           más de un año en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados por un afecto
           serio,  pero  sin  el  desorden  del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a
           acostarse con nadie si él estaba presente. En aquellas últimas vacaciones  nos
           despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba la
           puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en
           secreto.
              Santiago  Nasar  tenía un talento casi mágico para los disfraces, y su diversión
           predilecta era trastocar la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para
           disfrazar a las otras, de modo que todas terminaban por sentirse distintas de sí mismas
           e iguales a las que no eran. En cierta ocasión, una de ellas se vio repetida en otra con tal
           acierto, que sufrió una crisis de llanto. «Sentí que me había salido del espejo», dijo. Pero
           aquella noche, María Alejandrina Cervantes no permitió  que  Santiago  Nasar  se
           complaciera por última vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan
           frívolos que el mal sabor de ese recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a los
           músicos a una ronda de serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras los
           gemelos Vicario esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le ocurrió,
           casi a las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo de Xius para cantarles a los recién
           casados.
              No  sólo  les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamos
           petardos en los jardines, pero no percibimos ni una señal de vida dentro de la quinta. No
           se nos ocurrió que no hubiera nadie, sobre todo porque el automóvil nuevo estaba en la
           puerta, todavía con la capota plegada y con las cintas de raso y los macizos de azahares
           de parafina que les habían colgado en la fiesta. Mi hermano Luis Enrique, que entonces
           tocaba  la guitarra como un profesional, improvisó en honor de los recién casados una
           canción de equívocos matrimoniales. Hasta entonces no  había  llovido.  Al  contrario,  la
           luna estaba en el centro del cielo, y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio se
           veía el reguero de luz de los fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban
           los  sembrados  de  plátanos  azules bajo la luna, las ciénagas tristes y la línea
           fosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una lumbre intermitente
           en  el  mar,  y  nos  dijo  que era el ánima en pena de un barco negrero que se había
           hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente  a  la  boca  grande  de
           Cartagena de Indias. No era posible pensar que tuviera algún malestar de la conciencia,
           aunque entonces no sabía que la efímera vida matrimonial de Ángela Vicario  había
           terminado dos horas antes. Bayardo San Román la había llevado a  pie  a  casa  de  sus
           padres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de tiempo, y estaba
           otra vez solo y con las luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.
              Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a desayunar con pescado frito en las
           fondas del mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora hasta
           que llegara el obispo. Se fue con Cristo Bedoya por la orilla del río bordeando los tambos
           de  pobres  que  empezaban a encenderse en el puerto antiguo, y antes de doblar la
           esquina nos hizo una señal de adiós con la mano. Fue la última vez que lo vimos.




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