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Crónica de una muerte anunciada

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              Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse más tarde en el puerto,
           lo despidió en la entrada posterior de su casa. Los perros  le  ladraban  por  costumbre
           cuando lo sentían entrar, pero él los apaciguaba en la penumbra con el campanilleo de
           las llaves. Victoria Guzmán estaba vigilando la cafetera en el fogón cuando él pasó por la
           cocina hacia el interior de la casa.
              -Blanco -lo llamó-: ya va a estar el café.
              Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y le pidió decirle a Divina Flor que lo
           despertara a las cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la que
           llevaba puesta. Un instante después de que él subió a acostarse, Victoria Guzmán recibió
           el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de la leche. A las 5.30 cumplió la orden
           de despertarlo, pero no mandó a Divina Flor sino que subió ella misma al dormitorio con
           el  vestido de lino, pues no perdía ninguna ocasión de preservar a la hija contra las
           garras del boyardo.
              María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca la puerta de la casa. Me despedí
           de mi hermano, atravesé el corredor donde dormían los  gatos  de  las  mulatas
           amontonados entre los tulipanes, y empujé sin tocar la puerta del dormitorio. Las luces
           estaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el olor de mujer tibia y vi los ojos
           de leoparda insomne en la oscuridad, y después no volví a saber de mí mismo hasta que
           empezaron a sonar las campanas.
              De  paso  para  nuestra  casa, mi hermano entró a comprar cigarrillos en la tienda de
           Clotilde Armenta. Había bebido tanto, que sus recuerdos de aquel  encuentro  fueron
           siempre muy confusos, pero no olvidó nunca el trago mortal que le ofreció Pedro Vicario.
           «Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que había empezado a dormirse, despertó
           sobresaltado cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.
              -Vamos a matar a Santiago Nasar -le dijo.
              Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo hubiera creído -me ha
           dicho muchas veces-. ¡A quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos iban a matar a
           nadie,  y menos con un cuchillo de puercos!» Luego le preguntaron dónde estaba
           Santiago  Nasar, pues los habían visto juntos a las dos, y mi hermano no recordó
           tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos  Vicario  se
           sorprendieron tanto al oírla, que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones
           separadas. Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago Nasar  está  muerto».  Después
           impartió una bendición episcopal, tropezó en el pretil de la puerta y salió dando tumbos.
           En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas de
           oficiar, seguido por un acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el altar
           para la misa campal del obispo. Al verlos pasar, los hermanos Vicario se santiguaron.
              Clotilde Armenta me contó que habían perdido las últimas esperanzas cuando el
           párroco pasó de largo frente a su casa. «Pensé que no había recibido mi recado», dijo.
           Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años después, retirado del mundo en
           la tenebrosa Casa de Salud de Calafell, que en efecto había recibido el mensaje de
           Clotilde Armenta, y otros más perentorios, mientras se preparaba para ir al puerto. «La
           verdad es que no supe qué hacer -me dijo-. Lo primero que pensé fue que no era un
           asunto  mío  sino  de  la autoridad civil, pero después resolví decirle algo de pasada a
           Plácida Linero.» Sin embargo, cuando atravesó la plaza lo había olvidado por completo.
           «Usted tiene que entenderlo -me dijo-: aquel día desgraciado llegaba el obispo.» En el
           momento del crimen se sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo, que no se le
           ocurrió nada más que ordenar que tocaran a fuego.





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