Page 43 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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despreciar constituye para los llamados primitivos la única actitud posible ante la realidad. Freud descubrió
que no bastaba con ignorar la vida inconsciente para hacerla desaparecer. La antropología, por su parte,
muestra que se puede vivir en un mundo regido por los sueños y la imaginación, sin que esto signifique
anormalidad o neurosis. El mundo de lo divino no cesa de fascinarnos porque, más allá de la curiosidad
intelectual, hay en el hombre moderno una nostalgia. La boga de los estudios sobre los mitos y las
instituciones mágicas y religiosas tiene las mismas raíces que otras aficiones contemporáneas, como el arte
primitivo, la psicología del inconsciente o la tradición oculta. Estas preferencias no son casuales. Son el
testimonio de una ausencia, las formas intelectuales de una nostalgia. De ahí que, al inclinarme sobre este
tema, no pueda dejar de tener presente su ambigüedad: por una parte, juzgo que poesía y religión brotan de la
misma fuente y que no es posible disociar el poema de su pretensión de cambiar al hombre sin peligro de
convertirlo en una forma inofensiva de la literatura; por la otra, creo que la empresa prometeica de la poesía
moderna consiste en su beligerancia frente a la religión, fuente de su deliberada voluntad por crear un nuevo
«sagrado», frente al que nos ofrecen las iglesias actuales.
Al estudiar las instituciones de los aborígenes de —Australia y África, o al examinar el folklore y la
mitología de los pueblos históricos, los antropólogos encontraron formas de pensamiento y de conducta que
les parecían un desafío a la razón. Constreñidos a buscar una explicación, algunos pensaron que se trataba de
aplicaciones equivocadas del principio de causalidad. Frazer creía que la magia era la «actitud más antigua
del hombre ante la realidad», de la cual se habían desprendido ciencia, religión y poesía; ciencia falaz, la
magia era «una interpretación errónea de las leyes que gobiernan la naturaleza». Lévy—Bruhl, por su parte,
acudió a la noción de mentalidad prelógica, fundada en la participación: «El primitivo no asocia de manera
lógica, causal, los objetos de su experiencia. Ni los ve como una cadena de causas y efectos, ni los considera
como fenómenos distintos, sino que experimenta una participación recíproca de tales objetos, de manera que
uno entre ellos no puede moverse sin afectar al otro. Esto es, que no puede tocarse a uno sin influir en el otro
y sin que el hombre mismo no cambie». Freud, por su parte, aplicó con poco éxito sus ideas al estudio de
ciertas instituciones primitivas. C. G. Jung ha intentado también una explicación psicológica, fundándose en
el inconsciente colectivo y en los arquetipos míticos universales; Lévi—Strauss busca el origen del incesto,
acaso el primer «No» opuesto por el hombre a la naturaleza; Dumézil se inclina sobre los mitos arios y
encuentra en la comunión primaveral —o como poéticamente la llama en uno de sus libros: El festín de la
inmortalidad— el origen de la mitología y de la poesía indoeuropeas; Cassirer concibe el mito, la magia, el
arte y la religión como expresiones simbólicas del hombre; Malinowski..., pero el campo es inmenso y no es
mi propósito agotar una materia tan rica y que día a día se transforma, conforme surgen nuevas ideas y
descubrimientos.
Lo primero que debemos preguntarnos ante esta enorme masa de hechos e hipótesis es si de verdad existe eso
que se llama una sociedad primitiva. Nada más discutible. Los lacandones, por ejemplo, pueden ser
considerados como un grupo que vive en condiciones de real arcaísmo. Sólo que se trata de los descendientes
directos de la civilización maya, la más compleja y rica que haya brotado en tierras americanas. Las
instituciones de los lacandones no constituyen la génesis de una cultura, sino que son sus últimos restos. Ni
su mentalidad es prelógica, ni sus prácticas mágicas representan un estado prereligioso, ya que la sociedad
lacandona no precede a nada, excepto a la muerte. Y así, esas formas más bien parecen mostrarnos cómo
mueren ciertas culturas, que cómo nacen. En otros casos —según indica Toynbee— se trata de sociedades
cuya civilización se ha petrificado, según ocurre con la sociedad esquimal. Por tanto, puede concluirse que,
decadentes o petrificadas, ninguna de las sociedades que estudian los especialistas merece realmente el
nombre de primitiva.
La idea de una «mentalidad primitiva» —en el sentido de algo antiguo, anterior y ya superado o en vías de
superación— no es sino una de tantas manifestaciones de una concepción lineal de la historia. Desde este
punto de vista es una excrecencia de la noción de «progreso». Ambas proceden, por lo demás, de la
concepción cuantitativa del tiempo. No es eso todo. En la primera de sus grandes obras Lévy—Bruhl afirma
que «la necesidad de participación seguramente es más imperiosa e intensa, incluso entre nosotros, que la
necesidad de conocer o de adaptarse a las exigencias lógicas. Es más profunda y viene de más lejos». Los
psiquiatras han encontrado ciertas analogías entre la génesis de la neurosis y la de los mitos; la esquizofrenia
muestra semejanza con el pensamiento mágico. Para los niños, dice el psicólogo Piaget, la verdadera realidad
está constituida por lo que nosotros llamamos fantasía: entre dos explicaciones de un fenómeno, una racional
y otra maravillosa, escogen fatalmente la segunda porque les parece más convincente. Por su parte Frazer
denuncia la persistencia de las creencias mágicas en el hombre moderno. Pero no es necesario acudir a más
testimonios. Todos sabemos que no solamente los poetas, los locos, los salvajes y los niños aprehenden al
mundo en un acto de participación irreductible al razonamiento lógico; cada vez que sueñan, se enamoran o

