Page 47 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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pobre griterío, unos niños desnudos jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino
        orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía. Todo continuaba su vida de siempre y las únicas
        que parecían exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida. Al fin, todo se quedó
        quieto. Los mendigos regresaron al mercado, los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se
        reducía el culto a Krisna?
        Todo rito es una representación. Aquel que participa en una ceremonia es como el actor que representa una
        obra: está y no está al mismo tiempo en su personaje. El escenario es también una representación: esa
        montaña es el palacio de una serpiente; ese río que corre indiferente es una divinidad. Pero montaña y río no
        dejan por eso de ser lo que son. Todo es y no es. Aquellos devotos de Krisna representaban, sólo que con esto
        no quiero decir que eran los actores de una farsa sino subrayar el carácter ambiguo de su acto. Todo pasa de
        un modo común y corriente, a menudo de una manera que nos hiere por su agresiva vulgaridad; y al mismo
        tiempo, todo está ungido. El creyente está y no está en este mundo. Este mundo es y no es real. A veces la
        ambigüedad se manifiesta como humor: «Un monje preguntó a Unnón: ¿qué es Buda? Un mojón seco»,
        respondió el maestro. El adepto de Zen, por medio de ejercicios de los que no está ausente lo grotesco y una
        especie de nihilismo circular, que acaba por refutarse a sí mismo, alcanza la súbita iluminación. Un Sutra
        Prajnaparamita dice: «No predicar doctrina alguna: eso es predicar la verdadera doctrina». Un discípulo
        pregunta: «¿Podrías tocar un son en un arpa sin cuerdas? El maestro no responde durante un rato y luego
        dice: ¿Oíste? No, contesta el otro. A lo que el maestro replica: ¿Por qué no me pediste que tocara más
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        fuerte?» .
        La extrañeza es asombro ante una realidad cotidiana que de pronto se revela como lo nunca visto. Las dudas
        de Alicia nos muestran hasta qué punto el suelo de las llamadas evidencias puede hundirse bajo nuestros pies:
        Vm sure Vm not Ada, for her bair goes in such long ringlets and mine doesn't go in ringlets atoll, and Fm
        sure I can't be Mabel... besides, she's she and Vm I and —oh dear, how puzzling it all is! Las dudas de Alicia
        no son muy distintas a las de los místicos y poetas. Como ellos, Alicia se asombra. Mas ¿ante qué se
        asombra? Ante ella misma, ante su propia realidad, sí, pero también ante algo que pone en tela de juicio su
        realidad, la identidad de su ser mismo. Esto que está frente a nosotros —árbol, montaña, imagen de piedra o
        de madera, yo mismo que me contemplo— no es una presencia natural. Es otro. Está habitado por lo Otro. La
        experiencia de lo sobrenatural es experiencia de lo Otro.
        Para Rodolfo Otto la presencia de lo Otro —y, podríamos añadir, la sensación de «otredad»— se manifiesta
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        «como un misterio tremendumy un misterio que hace temblar» . Al analizar el contenido de lo tremendo, el
        pensador alemán encuentra tres elementos. En primer término el terror sagrado, esto es, «un terror especial»,
        que sería vano comparar con el miedo que nos produce un peligro conocido. El terror sagrado es pavor
        indecible, precisamente por ser experiencia de lo indecible. El segundo elemento es la majestad de la
        Presencia o Aparición: «tremenda majestad». Finalmente, al poder majestuoso se alia la noción de «energía
        de lo numinoso» y así la idea de un Dios vivo, activo, todopoderoso, es el tercer elemento. Ahora bien, las
        dos últimas notas son atributos de la presencia divina y más bien parecen derivarse de la experiencia que
        constituir su núcleo original. Por tanto, podemos excluirlas y quedarnos con la nota esencial: «misterio que
        hace temblar». Pero apenas reparamos en este misterio terrible, advertimos que lo que sentimos ante lo
        desconocido no es siempre terror o temor. Muy bien puede ocurrir que experimentemos lo contrario: alegría,
        fascinación. En su forma más pura y original la experiencia de la «otredad» es extrañeza, estupefacción,
        parálisis del ánimo: asombro. El mismo filósofo alemán lo reconoce cuando dice que el término mysterium
        debe comprenderse como la «noción capital» de la experiencia. El misterio —esto es «la inaccesibilidad
        absoluta»— no es sino la expresión de la «otredad», de esto Otro que se presenta como algo por definición
        ajeno o extraño a nosotros. Lo Otro es algo que no es como nosotros, un ser que es también el no ser. Y lo
        primero que despierta su presencia es la estupefacción. Pues bien, la estupefacción ante lo sobrenatural no se
        manifiesta como terror o temor, como alegría o amor, sino como horror. En el horror está incluido el terror —
        el echarse hacia atrás— y la fascinación que nos lleva a fundirnos con la presencia. El horror nos paraliza. Y
        no porque la Presencia sea en sí misma amenazante, sino por que su visión es insoportable y fascinante al
        mismo tiempo. Y esa presencia es horrible porque en ella todo se ha exteriorizado. Es un rostro al que
        afluyen todas las profundidades, una presencia que muestra el verso y el anverso del ser.
        Baudelaire ha dedicado páginas inolvidables a la hermosura horrible, irregular. Esa hermosura no es de este
        mundo: lo sobrenatural la ha ungido y es una encarnación de lo Otro. La fascinación que nos infunde es la del



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                D. T. Suzuki, Essays on Zen Buddhism (First Series), Londres, 1927.
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                Rodolfo Otto, Lo santo, traducción de Fernando Vela, Madrid, 1928.
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