Page 44 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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asisten a sus ceremonias profesionales, cívicas o políticas, el resto de los hombres «participa», regresa, forma
parte de esa vasta society of life que constituye para Cassirer el origen de las creencias mágicas. Y no
excluyo a los profesores, a los psiquiatras y a los políticos. La «mentalidad primitiva» se encuentra en todas
partes, ya recubierta por una capa racional, ya a plena luz. Sólo que no parece legítimo designar a todas estas
actitudes con el adjetivo «primitivo», pues no constituyen formas antiguas, infantiles o regresivas de la
psiquis, sino una posibilidad presente y común a todos los hombres.
Si para muchos el protagonista de ritos y ceremonias es un hombre radicalmente distinto a nosotros —un
primitivo o un neurótico—, para otros no es el hombre, sino las instituciones, la esencia de lo sagrado.
Conjunto de formas sociales, lo sagrado es un objeto. Ritos, mitos, fiestas, leyendas —lo que llaman con
expresión reveladora el «material»— están ahí, frente a nosotros: son objetos, cosas. Hubert y Mauss
sostienen que los sentimientos y emociones del creyente ante lo sagrado no constituyen experiencias
específicas ni categorías especiales. El hombre no cambia y la naturaleza humana es la misma siempre: amor,
odio, temor, miedo, hambre, sed. Lo que cambia son las instituciones sociales. Esta opinión me parece que no
corresponde a la realidad. El hombre es inseparable de sus creaciones y de sus objetos; si el conjunto de
instituciones que forman el universo de lo sagrado constituye realmente algo cerrado y único, un verdadero
universo, aquel que participa en una fiesta o en una ceremonia es también un ser distinto al que, unas horas
antes, cazaba en el bosque o conducía un automóvil. El hombre no es nunca idéntico a sí mismo. Su manera
de ser, aquello que lo distingue del resto de los seres vivos, es el cambio. O como dice Ortega y Gasset: el
hombre es un ser insustancial, carece de substancia. Y precisamente lo característico de la experiencia
religiosa es el salto brusco, el cambio fulminante de naturaleza. No es cierto, por tanto, que nuestros
sentimientos sean los mismos frente al tigre real y al dios—tigre, ante una estampa erótica y las imágenes
tántricas de Tibet.
Las instituciones sociales no son lo sagrado, pero tampoco lo son la «mentalidad primitiva» o la neurosis.
Ambos métodos ostentan la misma insuficiencia. Los dos convierten lo sagrado en un objeto. En
consecuencia, habrá que huir de estos extremos y abrazar el fenómeno como una totalidad de la cual nosotros
mismos formamos parte. Ni las instituciones separadas de su protagonista, ni éste aislado de las primeras.
También sería insuficiente una descripción de la experiencia de lo divino como algo exterior a nosotros. Esa
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experiencia nos incluye y su descripción será la de nosotros mismos .
El punto de partida de algunos sociólogos es la división de la sociedad en dos mundos opuestos: uno, lo
profano; otro, lo sagrado. El tabú podría ser la raya de separación entre ambos. En una zona se pueden hacer
ciertas cosas que en la otra están prohibidas. Nociones como la pureza y el sacrilegio arrancarían de esta
división. Sólo que, según se ha dicho, una mera descripción que no nos incluya nos daría apenas una serie de
datos externos. Además, toda sociedad está dividida en diversas esferas. En cada una de ellas rige un sistema
de reglas y prohibiciones que no son aplicables a las otras. La legislación relativa a la herencia no tiene
función en el derecho penal (aunque sí la tuvo en épocas remotas); actos como enviar presentes, exigidos por
las leyes de la etiqueta, resultarían escandalosos si fueran practicados por la administración pública; las
normas que rigen las relaciones políticas entre las naciones no son aplicables a la familia, ni las de ésta al
comercio internacional. En cada esfera las cosas pasan de «cierto modo», que es siempre privativo. Así,
debemos penetrar en el mundo de lo sagrado para ver de una manera concreta cómo «pasan las cosas» y,
sobre todo, qué nos pasa a nosotros.
Si lo sagrado es un mundo aparte, ¿cómo podemos penetrarlo? Mediante lo que Kierkegaard llama el «salto»
y nosotros, a la española, «el salto mortal». Huineng, patriarca chino del siglo vil, explica así la experiencia
central del budismo: «Mahaprajnaparamita es un término sánscrito del país occidental; en lengua Tang
significa: gran—sabiduría—otra—orilla—alcanzada... ¿Qué es Maha? Maha es grande... ¿Qué es Prajna?
Prajna es sabiduría... ¿Qué es Paramita?: la otra orilla alcanzada... Adherirse al mundo objetivo es adherirse
al ciclo del vivir y el morir, que es como las olas que se levantan en el mar; a esto se llama: esta orilla... Al
desprendernos del mundo objetivo, no hay ni muerte ni vida y se es como el agua corriendo incesante; a esto
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se llama: la otra orilla» .
Al final de muchos Sutras Prajnaparamita, la idea del viaje o salto se expresa de una manera imperiosa: «Oh,
ido, ido, ido a la otra orilla, caído en la otra orilla». Pocos realizan la experiencia del salto, a pesar de que el
bautismo, la comunión, los sacramentos y otros ritos de iniciación o de tránsito están destinados a
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Todo esto fue escrito diez años antes de la aparición de La Pensée sauvage (1962). En esa obra capital,
Lévi—Strauss muestra que la «mentalidad primitiva» no es menos racional que la nuestra. (Nota de 1964.)
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D. T. Suzuki, Manual of Zen Buddhism: From the Chínese Zen Masters, Londres, 1950. En realidad, Maha es
grande; Prajna^ sabiduría; Paramita, perfección (L. Renou y J. Filliozat, Ulnde classique, 1953).

