Page 144 - La Cabeza de la Hidra
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de Madero. La mujer de la canasta quedó atrás amenazando con el puño, la voz ahogada
                  por el rumor ascendente del tránsito.
                  —¿Por qué no la dejó subirse? —dijo Diego rodeado del silencio de los demás
                  pasajeros.

                  —Perdone, señor —dijo sin perturbarse el chofer—, pero voy lleno y me levantan multa
                  los moderlones. Nomás eso esperan para aprovecharse de uno.
                  Diego recorrió con su mirada las de la enfermera, el estudiante, la novia con la cabeza
                  de rizos cortos y las dos monjas que se voltearon para verlo. La incomprensión y la
                  frialdad se alternaban en esos ojos distantes, enemigos.
                  —Deténgase, ¡le digo que se pare! —gritó Diego sin convicción porque todos lo
                  miraban como si nunca lo hubieran visto antes, todos apostaban al olvido, como si
                  hubiese unos minutos de desfase entre él y el resto de la humanidad, como la falta de
                  coordinación entre la imagen y la voz en una pantalla de televisión.
                  El chofer buscó y encontró la mirada de Diego en el retrovisor. Le guiñó un ojo. Un
                  guiño impúdico, ofensivo, de complicidad jamás pactada, jamás solicitada.
                  —Está bien —dijo Diego exhausto—, párese. Déjeme bajar aquí.
                  —Cinco pesos, por favor.
                  Diego le entregó los billetes arrugados al chofer y bajó junto al Hotel Majestic, casi en
                  la esquina de la Plaza de la Constitución.
                  Apretó el paso. Cruzó la plaza y presentó la tarjeta al conserje de Palacio, junto al
                  ascensor. Le dijo que subiera al Salón del Perdón, allí era la reunión.
                  Ya había muchísima gente reunida en la gran sala de brocado y nogal dominada por el
                  cuadro histórico que consagra la nobleza de alma del insurgente Nicolás Bravo. Diego
                  vio de lejos al profesor Leopoldo Bernstein, cegatón, limpiando con un pañuelo la salsa
                  del desayuno de huevos rancheros salpicada sobre los anteojos. Se los puso, vio a Diego
                  y le sonrió amablemente. En un rincón de la sala estaba el Director General con las
                  gafas violeta, sufriendo visiblemente a causa de la luz diurna y los fogonazos de los
                  fotógrafos de prensa y los reflectores de televisión y Mauricio Rossetti junto a él,
                  hablándole al oído, mirando a Diego. Luego hubo un momento de susurro intenso
                  seguido de un silencio impresionante.
                  El señor Presidente de la República entró al salón. Avanzó entre los invitados,
                  saludando afablemente, seguramente haciendo bromas, apretando ciertos brazos,
                  evitando otros, dando la mano efusivamente a unos, fríamente a otros, reconociendo a
                  éste, ignorando a aquél, iluminado por la luz pareja y cortante de los reflectores,
                  despojado intermitentemente de sombra por los fogonazos fotográficos. Reconociendo.
                  Ignorando.
                  Se acercaba.
                  Diego preparó la sonrisa, la mano, el nudo de la corbata. Estornudó. Sacó el pañuelo y
                  se sonó discretamente.
                  Bernstein lo observó de lejos con una sonrisa irónica.
                  Rossetti se abrió paso entre la gente para acercarse a Diego.
                  El Director General hizo un signo con la mano en dirección de la puerta.
                  El señor Presidente estaba a unos cuantos metros de Diego Velázquez.

                  EPÍLOGO

                  Los mapas oficiales lo destacan como un  gran rectángulo que se extiende de las
                  plataformas marinas de Chac 1 y Kukulkán 1 en el Golfo de México a los yacimientos
                  de Sitio Grande en las estribaciones de la Sierra de Chiapas y del puerto de
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