Page 143 - La Cabeza de la Hidra
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momento, fue misericordioso con Abby. El cielo no lloró. El Dios de Israel sólo es
piadoso cuando es duro.
Mary buscó los ojos de Diego Velázquez.
El hombre y la mujer se miraron largo tiempo, sin escuchar el elogio del rabino.
Mary le sonrió a Diego, se pasó la lengua por los labios pintados pálidamente y
entrecerró los ojos color violeta. No se movió, pero su cuerpo seguía siendo el de una
pantera negra, lúbrica y ahora perseguidora, hermosa porque se sabe perseguidora y lo
demuestra. A pesar del vestido negro abotonado hasta el cuello, Diego pudo imaginar el
escote profundo del brassiére y el lubricante entre los senos para que brillara mucho la
línea que los separaba.
Le dio la espalda a Mary y salió caminando lentamente del cementerio.
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Bajó a las nueve de la mañana, cruzó el vestíbulo del Hilton y caminó hasta el islote de
pasto y cemento frente al University Club para esperar un taxi. Era la hora más mala.
Taxi tras taxi, repletos, pasaron sin detenerse, sin hacer caso del dedo índice levantado
de Diego.
Esperó diez minutos y finalmente un taxi amarillo se salió de la fila ordenada de peseros
y se metió un poco a la fuerza, pitando. Diego lo detuvo y subió a la parte de atrás. Este
taxi no llevaba un solo pasajero. El chofer trató de pescar la mirada de Diego por el
retrovisor, le sonrió pero Diego no tenía ganas de hablar con un chofer de taxi.
A la altura del Hotel Reforma detuvo el taxi una muchacha, vestida de blanco, una
enfermera. Llevaba en las manos jeringas, tubos de ampolletas envueltas en celofán.
Diego se corrió a la izquierda para dejarle el lugar a la derecha. Se sentía agripado y le
hubiera gustado pedirle a la muchacha una inyección de penicilina.
Poco antes de llegar al Caballito, frente al restaurante Ambassadeurs, subieron
tranquilamente dos monjas. Diego supo que eran monjas por el peinado restirado, el
chongo, la ausencia de maquillaje, las ropas negras, las cuentas y los escapularios.
Prefirieron subir a la parte delantera, con el chofer. Éste las trató con gran familiaridad,
como si las viera todos los días. Hola hermanitas, qué se traen hoy, les dijo.
El taxi estaba detenido por una prolongadísima luz roja. Un hombre fugaz e indescrito
trató de subir detrás de las monjas, pero el chofer negó con la mano y arrancó, desafian-
do la luz roja.
Maniobró para frenar un instante junto al puesto de periódicos de Reforma y Bucareli,
evitando la infracción. Se encendió la luz preventiva y en el momento en que el taxi se
disponía a arrancar, llegó corriendo un estudiante con los brazos cruzados sobre el
pecho, ligero con sus zapatos tennis, a pesar de la cantidad de libros que cargaba; le
siguió una muchacha surgida detrás del puesto de periódicos. Subieron atrás y la
enfermera tuvo que arrimarse a Diego, pero ni lo miró ni le dirigió la palabra. Diego no
le prestó importancia.
El chofer se salió de la fila reglamentaria para los taxis y corrió con cierta velocidad
hacia San Juan de Letrán, donde volvió a incorporarse, con dificultad, como frente al
University Club, a la cadena de peseros. En la esquina con Juárez, frente a Nieto
Regalos, estaba una mujer gorda, con vestido de percal y una canasta al brazo. Hizo
seña para que el taxi se detuviera. El chofer frenó porque la luz cambió del amarillo al
rojo.
La señora metió la nariz por la ventanilla y pidió que la dejara subir, todos los taxis iban
llenos, iba a llegar tarde al mercado, los pollitos se iban a tatemar de calor, sea gente.
No señora, contestó el chofer, no ve que voy lleno. Arrancó para meterse en la estrechez

