Page 305 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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Que, a unos pocos centenares de pasos del lugar desde
donde Francisco Balbona había huido para morir, vimos dos
ídolos esculpidos en piedra, tan pequeños que difícilmente me
habrían llegado al cinto. Que, sin embargo, la expresión de los
susodichos gnomos de piedra estaba preñada de ira, con ojos
redondos y saltones, y la boca erizada de gigantescos
colmillos. Que Felipe Álvarez, cuando aún no se hallaba a
veinte pasos de dichos ídolos, no los miraba a ellos, sino a algo
que se encontraba mucho más allá, siendo presa de un pánico
tan grande que perdió el don del habla y se mojó las partes
pudendas.
Que Vasco de Aguilar lo obligó a seguir adelante por
medio de golpes y patadas, aun cuando el otro se resistiera.
Que el tal Felipe Álvarez, a despecho de los solícitos cuidados
y angélica dulzura con los que fray Joaquín atendió al
desdichado y lo acogió bajo sus alas, no recobró la cordura.
Que desde entonces no hizo otra cosa que berrear y que en
todo instante babeaba de los labios, y que sus ojos
desorbitados miraban con fijeza al vacío.
Que a la noche siguiente Felipe Álvarez murió de una
puñalada en el corazón. Que no logramos descubrir quién
había sido el autor del crimen; y que nadie deseaba
encontrarlo, porque el desgraciado inspiraba tal miedo y
angustia en todos nosotros con sus inacabables berreos que yo
mismo y los demás, en lo más profundo de nuestro corazón, le
dimos las gracias al asesino.
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