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Arte e Historia

                                                             en la colección de Artes Visuales del Banco Popular Dominicano

impronta incluyó la evangelización católica, la imposición del idioma castellano, el trasplante de las ins-
tituciones políticas, jurídicas, eclesiásticas y educativas. La edificación de villas territoriales que incluían
conventos, ermitas e iglesias con sus altares, santos, vírgenes y conmemoraciones rituales, borraron en
principio las «pecaminosas» creencias mitológicas y las prácticas rituales de amerindios y africanos, aunque
el cimarronaje, el escamoteo y la memoria sobrevivieron con la hibridación espiritual, racial o trisanguinea,
en este primer encuentro de conformación sociocolonial.

    Como arraigo fundamental de la etapa, las diversas vírgenes que representan a la madre inmaculada del
hijo del Padre Celestial. Pero ninguna como Nuestra Señora de la Altagracia, cuya imagen aparecida en un
naranjo del poblado de Higüey, de acuerdo a leyenda tradicional, resulta milagro de advocación y de fe, que
partiendo desde inicios del siglo XVI trasciende a las centurias posteriores de nuestra historia territorial.
Es ya la historia de un país definido en el este de la isla, conformado por criollas y criollos, dominicanas o
dominicanos como ya se identifican la mayoría de sus habitantes durante los cuatros primeros decenios del
siglo XIX. El arte primigenio y residual de los aborígenes prehispánicos, y las artes coloniales impuestas por
España: pinturas y esculturas religiosas, entre otras manifestaciones reinan en este proceso.

    Para los inicios decimonónicos, la isla está dividida en dos territorios diferenciados: el de Haití, donde se
había producido una cruenta revolución de los esclavos contra el dominio francés; y el de Santo Domingo,
afectado por esa revolución y que había sido traspasado a Francia mediante el Tratado de Basilea (1795),
produciendo un éxodo masivo de las élites poblacionales más cultas. El dominio francés del general Louis
Ferrand, enfrentado por la reconquista emprendida por los hateros, y el retorno colonial a España culminó
con la Proclamación de la independencia de 1821, encabezada por José Núñez de Cáceres; independencia
efímera, porque facilitó la invasión haitiana del presidente Boyer, con grupos partidarios de dominicanos que
acogieron la unificación territorial de dos sociedades distintas culturalmente. El autoritarismo y la militariza-
ción buscaron borrar el ethos criollo fomentando la integración durante veintidós años (1822-1844). Si bien
la unificación política era real, la espirituale, mental y consuetudinaria eran indomeñables en una población
con una arraigada hispanización, aunque permanentes eran también las inserciones de hibridación y sincre-
tismo, conjugándose en el aislamiento de un país enfrentando adversidades constantes.

    La dominación haitiana no fue un retroceso para nuestro país, sino una prueba adversa que provocó
que la población nativa se reconociera en su condición de «pueblo dominicano» como señala la «Declara-
ción de Independencia», redactada por José Núñez de Cáceres, quien en la entrega de las llaves de la ciudad
a Boyer pronunció un enérgico discurso en español y no en francés. Declaró la verdad de que entre las
poblaciones de los antiguos territorios de la Isla de Haití, la diferencia de origen, de idioma, de legislación,
de costumbres y de hábitos, eran causas poderosas que se oponían a la fusión en un solo y único Estado, y
que el porvenir se encargaría de probar con los hechos fundados de esta aserción…

    En el aislamiento, con la democracia racial y social devenida del empobrecimiento, la cultura dominicana
existía ajena a un florecimiento de la educación y las artes, exceptuando algunos conatos ilustrados a inicio del
siglo XIX, en la ciudad y puerto de Santo Domingo, donde había registros de algunos periódicos, editados por

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