Page 32 - El alquimista
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de arte que adornaban el techo y las paredes. Vio los jardines, las
                                 montañas a su alrededor, la delicadeza de las flores, el esmero con que
                                 cada obra de arte estaba colocada en su lugar. De regreso a la presencia
                                 del sabio, le relató detalladamente todo lo que había visto.
                                    »¿Pero dónde están las dos gotas de aceite que te confié? -preguntó
                                 el Sabio.
                                    »El joven miró la cuchara y se dio cuenta de que las había derrama-
                                 do.
                                    »Pues éste es el único consejo que puedo darte -le dijo el más Sabio
                                 de los Sabios-. El secreto de la felicidad está en mirar todas las
                                 maravillas del mundo, pero sin olvidarse nunca de las dos gotas de
                                 aceite en la cuchara.
                                    El muchacho guardó silencio. Había comprendido la historia del
                                 viejo rey. A un pastor le gusta viajar, pero jamás olvida a sus ovejas.
                                    El viejo miró al muchacho y con las dos manos extendidas hizo
                                 algunos gestos extraños sobre su cabeza. Después cogió las ovejas y
                                 siguió su camino.
                                    En   lo alto de la pequeña ciudad de Tarifa existe un viejo fuerte
                                 construido por los moros, y quien se sienta en sus murallas consigue
                                 ver al mismo tiempo una plaza, un vendedor de palomitas de maíz y
                                 un pedazo de África. Melquisedec, el rey de Salem, se sentó en la
                                 muralla del fuerte aquella tarde y sintió el viento de Levante en su
                                 rostro. Las ovejas se agitaban a su lado, temerosas de su nuevo dueño,
                                 y excitadas ante tantos cambios. Todo lo que ellas querían era sólo
                                 comida y agua.
                                    Melquisedec contempló el pequeño barco que estaba zarpando del
                                 puerto. Nunca más volvería a ver al muchacho, del mismo modo que
                                 jamás volvió a ver a Abraham, después de haberle cobrado el diezmo.
                                 No obstante, ésta era su obra.
                                    Los dioses no deben tener deseos, porque los dioses no tienen
                                 Leyenda Personal. Sin embargo, el rey de Salem deseó íntimamente que
                                 el muchacho tuviera éxito.
                                    «Lástima que se olvidará en seguida de mi nombre -pensó-. Debería
                                 habérselo repetido varias veces. Así, cuando hablase de mí, diría que
                                 soy Melquisedec, el rey de Salem.»
                                    Después miró hacia el cielo, un poco arrepentido.
                                    «Sé que es vanidad de vanidades, como Tú dijiste, Señor. Pero un
                                 viejo rey a veces tiene que estar orgulloso de sí mismo.»
                                    «¡Qué extraña es África», pensó el muchacho.


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