Page 35 - El alquimista
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Podía confiar en su nuevo amigo. Le había ayudado en una
situación crítica. Sacó nuevamente el dinero y lo contó.
-Podemos llegar mañana a las Pirámides -dijo el otro cogiendo el
dinero-. Pero necesito comprar dos camellos.
Salieron andando por las estrechas calles de Tánger. En todas las
esquinas había puestos de cosas para vender. Por fin llegaron al centro
de una gran plaza, donde funcionaba el mercado. Había millares de
personas discutiendo, vendiendo, comprando; hortalizas mezcladas
con dagas, alfombras junto a todo tipo de pipas. Pero el muchacho no
apartaba los ojos de su nuevo amigo. Al fin y al cabo, tenía todo su
dinero en las manos. Pensó en pedirle que se lo devolviera, pero temió
que lo considerara una falta de delicadeza. Él no conocía las costum-
bres de las tierras extrañas que estaban pisando.
«Bastará con vigilarlo», se dijo. Era más fuerte que el otro.
De repente, en medio de toda aquella confusión, apareció la espada
más hermosa que jamás había visto en su vida: la vaina era plateada y
la empuñadura negra, con piedras incrustadas. Se prometió a sí mismo
que cuando regresara de Egipto la compraría.
-Pregúntale al dueño cuánto cuesta -pidió al amigo. Pero se dio
cuenta de que se había quedado dos segundos distraído mirándola.
Sintió el corazón comprimido, como si todo su pecho se hubiera
encogido de repente. Tuvo miedo de mirar a su lado, porque sabía con
lo que se iba a encontrar. Sus ojos continuaron fijos en la hermosa
espada algunos momentos más hasta que se armó de valor y se dio
vuelta.
A su alrededor, el mercado, las personas yendo y viniendo,
gritando y comprando, las alfombras mezcladas con las avellanas, las
lechugas junto a las monedas de cobre, los hombres cogidos de la
mano por las calles, las mujeres con velo, el olor a comida extraña,
pero en ninguna parte, absoluta y definitivamente en ninguna parte,
el rostro de su compañero.
El muchacho aún quiso pensar que se habían perdido de vista
momentáneamente. Resolvió quedarse allí mismo, esperando a que el
otro volviera. A1 poco tiempo, un individuo subió a una de aquellas
torres y comenzó a cantar; todos se arrodillaron, golpearon la cabeza
en el suelo y cantaron también. Después, como un ejército de
laboriosas hormigas, deshicieron los puestos de venta y se marcharon.
El sol comenzó a irse también. El muchacho lo contempló durante
mucho tiempo, hasta que se escondió detrás de las casas blancas que
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