Page 33 - El alquimista
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Estaba sentado en una especie de bar igual que otros bares que
había encontrado en las callejuelas estrechas de la ciudad. Algunas
personas fumaban una pipa gigante que se pasaban de boca en boca. En
pocas horas había visto a hombres cogidos de la mano, mujeres con el
rostro cubierto y sacerdotes que subían a altas torres y comenzaban a
cantar, mientras todos a su alrededor se arrodillaban y golpeaban la
cabeza contra el suelo.
«Cosas de infieles», se dijo. Cuando era niño, veía siempre en la
iglesia de su aldea una imagen de Santiago Matamoros en su caballo
blanco, con la espada desenvainada y figuras como aquéllas bajo sus
pies. El muchacho se sentía mal y terriblemente solo. Los infieles
tenían una mirada siniestra.
Además de eso, con las prisas de viajar, se había olvidado de un
detalle, un único detalle que podía alejarlo de su tesoro por mucho
tiempo: en aquel país todos hablaban árabe.
El dueño del bar se aproximó y el muchacho le señaló una bebida
que había servido en otra mesa. Era un té amargo. Hubiera preferido
beber vino.
Pero no debía preocuparse por eso ahora. Tenía que pensar
exclusivamente en su tesoro y en la manera de conseguirlo. La venta
de las ovejas lo había dejado con bastante dinero en el bolsillo, y el
muchacho sabía que el dinero era mágico: con él nadie está solo jamás.
Dentro de poco, quizá unos pocos días, estaría junto a las Pirámides.
Un viejo con todo aquel oro en el pecho no tenía necesidad de mentir
para obtener seis ovejas.
El viejo le había hablado de señales. Mientras atravesaba el mar,
había estado pensando en las señales. Sí, sabía a qué se refería: durante
el tiempo en que estuvo en los campos de Andalucía se había
acostumbrado a leer en la tierra y en los cielos las condiciones del
camino que debía seguir. Había aprendido que cierto pájaro indicaba
la cercanía de alguna serpiente, y que determinado arbusto era señal de
la presencia de agua a pocos kilómetros. Las ovejas le habían enseñado
todo eso.
«Si Dios conduce tan bien a las ovejas, también conducirá al
hombre», reflexionó, y se quedó más tranquilo. El té parecía menos
amargo.
-¿Quién eres? -oyó que le preguntaba una voz en español.
El muchacho se sintió inmensamente aliviado. Estaba pensando en
señales y alguien había aparecido.
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