Page 37 - El alquimista
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Se quedó mirando las piedras, y las tocó sucesivamente con
                                       cuidado, sintiendo la temperatura y la superficie lisa. Ellas eran su
                                       tesoro. El simple contacto de las piedras le dio más tranquilidad. Le
                                       recordaban al viejo.
                                          «Cuando quieres una cosa, todo el Universo conspira para
                                       ayudarte a conseguirla», le había dicho.
                                          Le gustaría saber cómo podía ser verdad aquello. Estaba en un
                                       mercado vacío, sin un céntimo en el bolsillo y sin ovejas para guardar
                                       aquella noche. Pero las piedras eran la prueba de que había encontrado
                                       un rey, un rey que sabía su historia, sabía acerca del arma de su padre
                                       y de su primera experiencia sexual.
                                          «Las piedras sirven para la adivinación. Se llaman Urim y Tumim.»
                                       El muchacho colocó de nuevo las piedras dentro del zurrón y decidió
                                       hacer    la prueba. El viejo le había dicho que formulara preguntas claras,
                                       porque las piedras sólo servían para quien sabe lo que quiere.
                                          El muchacho preguntó entonces si la bendición del viejo conti-
                                       nuaba aún con él.
                                          Sacó una de las piedras. Era «sí».
                                          -¿Voy a encontrar mi tesoro?
                                          Metió la mano en el saco para coger una piedra cuando ambas se
                                       escurrieron por un agujero en la tela. El muchacho nunca se había
                                       dado cuenta de que su zurrón estuviera roto. Se inclinó para recoger
                                       a Urim y Tumim y colocarlas otra vez dentro. Al verlas en el suelo, sin
                                       embargo, otra frase surgió en su cabeza.
                                          «Aprende a respetar y a seguir las señales» le había dicho el viejo
                                       rey.
                                          Una señal. El chico se rió para sus adentros. Despues recogió las dos
                                       piedras del suelo y las volvió a colocar en el zurrón. No pensaba coser
                                       el agujero: las piedras podrían escaparse por allí siempre que quisieran.
                                       Había entendido que no se deben preguntar ciertas cosas para no huir
                                       del propio destino. «Prometí tomar mis propias decisiones», se dijo.
                                          Pero las piedras le habían dicho que el viejo seguía con él, y eso le
                                       dio más confianza. Miró nuevamente el mercado vacío y ya no sintió
                                       la desesperación de antes. No era un mundo extraño; era un mundo
                                       nuevo.
                                          Y,   al fin y al cabo, todo lo que él quería era exactamente eso:
                                       conocer mundos nuevos. Incluso aunque jamás llegase hasta las
                                       Pirámides él ya había ido mucho más lejos que cualquier pastor que




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