Page 40 - La muerte de Artemio Cruz
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—Les  debemos  la  vida,  teniente.  Usted  y  sus  hombres  detuvieron  el  avance.  El
                  general le hará un recibimiento de héroe... Artemio... ¿Puedo llamarlo Artemio?
                      El  mayor  trató  de  sonreír.  Colocó  la  mano  libre  sobre  el  hombro  del  teniente  y
                  prosiguió, con una sonrisa seca:
                      —Llevamos tanto tiempo peleando juntos y ya ve usted, ni siquiera nos tuteamos.
                      Con los ojos, el mayor Gavilán solicitó una respuesta. La noche descendió con su
                  cristal  sin  materia  y  el  último  resplandor  surgió  detrás  de  las  montañas,  lejanas  ya,
                  escondidas en la oscuridad, recogidas. En el cuartel, ardían llamas que en la tarde no
                  pudieron verse de lejos.
                      —¡Son unos perros! —dijo de repente el mayor con la voz cortada—. Entraron por
                  sorpresa al pueblo, como a eso de la una. Claro que no pudieron llegar al cuartel. Pero
                  se vengaron en los barrios aledaños; allí hicieron de las suyas. Han prometido vengarse
                  de todos los pueblos que nos ayudan. Tomaron diez rehenes y mandaron decir que los
                  iban a colgar si no rendíamos la plaza. El general les contestó con fuego de morteros.
                      Las  calles  estaban  llenas  de  soldados  y  gente,  de  perros  sueltos  y  niños,  sueltos
                  como  los  perros,  que  lloraban  en  los  quicios  de  las  puertas.  Algunos  incendios  no
                  acababan de apagarse y las mujeres estaban sentadas a media calle sobre los colchones y
                  los equipales rescatados.
                      —El  teniente  Artemio  Cruz  —murmuró  Gavilán,  agachándose  para  alcanzar  la
                  oreja de algunos soldados.
                      —El teniente Cruz —corrió el murmullo de los soldados a las mujeres.
                      La  gente  abrió  paso  a  los  dos  caballos:  el  retinto  del  mayor,  nervioso  entre  la
                  multitud que lo apretujaba, y el negro del teniente, su testuz baja, que se dejaba conducir
                  por el primero. Algunas manos se alargaron: eran los hombres del grupo de caballería
                  comandado por el teniente. Le apretaron la pierna en señal de saludo; indicaron hacia la
                  frente donde la sangre había manchado el trapo amarrado; murmuraron una felicitación
                  sorda por el triunfo. Cruzaron el pueblo: al fondo se despeñaba la barranca y los árboles
                  se  mecían  en  la  brisa  nocturna.  Él  levantó  la  mirada:  el  caserío  blanco.  Buscó  la
                  ventana, todas estaban cerradas. El fulgor de las velas iluminaba la entrada de algunas
                  casas. Los grupos negros, enrebozados, estaban de cuclillas en distintas entradas.
                      —¡Que no los descuelguen! gritó el teniente Aparicio, desde su caballo, mientras lo
                  hacía caracolear y apartaba con el fuete las manos que se levantaban implorando.  —
                  ¡Que se les grabe a todos! ¡Que sepan bien contra quién peleamos! Obligan a hombres
                  del pueblo a matar a sus hermanos. Vean bien. Así mataron a la tribu yaqui, porque no
                  quiso que le arrebataran sus tierras. Igual mataron a los trabajadores de Río Blanco y
                  Cananea, porque no querían morirse de hambre. Así matarán a todos si no les partimos
                  la madre. Vean.
                      El  dedo  del  joven  teniente  Aparicio  recorrió  el  montón  de  árboles  cercanos  a  la
                  barranca: las sogas de henequén, mal hechas, crudas, arrancaban, todavía, sangre a los
                  cuellos;  pero  los  ojos  abiertos,  las  lenguas  moradas,  los  cuerpos  inánimes  apenas
                  mecidos  por  el  viento  que  soplaba  de  la  sierra,  estaban  muertos.  A  la  altura  de  las
                  miradas —perdidas unas, enfurecidas otras, la mayoría dulces, incomprensivas, llenas
                  de  dolor  quieto—  sólo  los  huaraches  enlodados,  los  pies  desnudos  de  un  niño,  las
                  zapatillas  negras  de  una  mujer.  Él  descendió  del  caballo.  Se  acercó.  Abrazó  la  falda
                  almidonada de Regina con un grito roto, flemoso: con su primer llanto de hombre.
                      Aparicio  y  Gavilán  lo  condujeron  al  cuarto  de  la  muchacha.  Lo  obligaron  a
                  recostarse, le cambiaron el trapo sucio por una venda, le limpiaron la herida. Cuando
                  salieron,  él  abrazó  la  almohada  y  escondió  el  rostro.  Quería  dormir,  nada  más,  y  en
                  secreto se dijo que acaso el sueño podía volver a igualarlos, a reunirlos. Se dio cuenta de

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