Page 39 - La muerte de Artemio Cruz
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—Lo encontré a la entrada del bosque. Se estaba muriendo. Le volaron el brazo,
mi... mi teniente.
El soldado alto y prieto aguzó los ojos hasta distinguir las insignias.
—Creo que se murió. Pesa como un muerto.
Descargó el cuerpo y lo recostó contra el árbol: lo mismo había hecho él media
hora, quince minutos antes. El soldado acercó su rostro a la boca del herido; él volvió a
reconocer la boca abierta, los pómulos altos, los ojos cerrados.
—Sí. Ya se murió. Si hubiera llegado un poco antes, puede que lo salvara.
Le cerró los ojos al muerto con la mano cuadrada. Enganchó la hebilla de plata y al
inclinar la cabeza dijo entre sus dientes blancos:
—Caray, mi teniente. Si no hubiera unos cuantos valientes como éste en el mundo,
¿dónde estaríamos los demás?
Él le dio la espalda al soldado y al muerto y volvió a correr hacia el llano. Era
preferible. Aunque no oyera ni viera nada. Aunque el mundo pasara como una sombra
desgranada a su lado. Aunque todos los rumores de la guerra y los de la paz —
cenzontles, viento, bramidos lejanos— que persistían se convirtieran en ese tambor
único, sordo, que englobaba todos los ruidos y los reducía a una tristeza pareja. Tropezó
con un cadáver. Se hincó a su lado, sin saber por qué lo hacía, minutos antes de que esa
voz se abriera paso entre el tamborileo opaco de todos los ruidos.
—Teniente... teniente Cruz...
La mano se detuvo sobre el hombro del teniente; él levantó el rostro.
—Está usted malherido, teniente. Venga con nosotros. Los federales huyeron.
Jiménez mantuvo la plaza. Regrese con nosotros al cuartel en Río Hondo. Las fuerzas
de caballería dieron la gran batalla; se multiplicaron, de verdad. Venga. No se ve usted
bien.
Él se prendió a los hombros del oficial. Murmuró:
—Al cuartel. Sí, vamos.
El hilo estaba perdido. El hilo que le permitió recorrer, sin perderse, el laberinto de
la guerra. Sin perderse: sin desertar. No tenía fuerza para tomar las riendas. Pero el
caballo iba amarrado a la montura del mayor Gavilán, durante ese paseo lento a través
de la montaña que separa el llano del combate del valle donde ella le espera. El hilo
quedó atrás. Allá abajo, el pueblo de Río Hondo no ha cambiado: es el mismo caserío
de tejas rotas y muros de adobe, rosa, rojizo, blanco, cercado de nogales, que abandonó
esa mañana. Creyó distinguir, junto a los labios verdes de la barranca la casa, la ventana
donde la ventana donde Regina debe esperarlo.
Gavilán trotaba enfrente de él. Las sombras del atardecer arrojaron la ficción de la
montaña sobre los cuerpos cansados de los dos militares. El caballo del mayor se detuvo
un instante, esperando que el del teniente se emparejara. Gavilán le ofreció un cigarrillo.
Apenas se apagó la mecha, los caballos volvieron a trotar. Pero él ya vio, al encender el
cigarro, todo el dolor en el rostro del mayor y bajó la cabeza. Lo tenía merecido.
Sabrían la verdad de su deserción durante la batalla y le arrancarían las insignias. Pero
no sabrían la verdad entera: no sabrían que quiso salvarse para regresar al amor de
Regina, ni lo entenderían si lo explicara. Tampoco sabrían que abandonó a ese soldado
herido, que pudo salvar esa vida. El amor de Regina pagaría la culpa del soldado
abandonado. Así debía ser. Bajó la cabeza y creyó que por primera vez en su vida sentía
vergüenza. Vergüenza: no era eso lo que asomaba en los ojos claros, directos, del mayor
Gavilán. El oficial se acarició con la mano libre la barba de vello rubio, empastado de
polvo y sol.
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