Page 71 - La muerte de Artemio Cruz
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«—Cómo no. Déjemelas. Ah, mire, Díaz, qué bueno que llega. Publique esto en la
página editorial con una firma inventada... Buenos días, Mena, espero sus noticias... »
Sus noticias. Noticias. Espero sus noticias. Noticias de mis labios blancos, aaay, una
mano, denme una mano, ay otro pulso para reavivar el mío, labios blancos...
—Te echo la culpa.
—¿Te sientes aliviada? Hazlo. Cruzamos el río a caballo. Regresamos a mi tierra.
Mi tierra.
«—...quisiéramos saber dónde...
Por fin, por fin me dan ese placer de venir, físicamente arrodilladas, a pedirme eso.
El cura ya lo anticipó. Algo debe rondarme muy de cerca cuando también ellas llegan
hasta mi cabecera con ese temblorcillo que no escapa a mi atención. Tratan de adivinar
mi burla, esa burla final que tanto he saboreado a solas, esa humillación definitiva cuyas
consecuencias totales ya no podré gozar, pero cuyos espasmos iniciales me deleitan en
este momento. Quizás será éste el último calorcillo de triunfo...
—Dónde... murmuro con tanta dulzura, tanto disimulo...—Dónde... Déjenme
pensar... Teresa, creo que recuerdo... ¿No hay un estuche de caoba... donde guardo los
puros...? Tiene doble fondo...
No necesito terminar. Las dos se incorporan y corren a la enorme mesa de herradura
donde ellas creen que a veces, de noche, paso las horas de insomnio leyendo cosas: ellas
quisieran que así fuera. Las dos mujeres forcejean las gavetas, desparraman papeles y
encuentran, al fin, la caja de ébano. Ah, entonces allí estaba. Allí había otra. O la
trajeron. Sus dedos deben abrir apresuradamente el segundo fondo, deslizándolo de la
base. No hay nada. ¿Cuándo comí por última vez? Oriné hace mucho. Pero comer.
Vomité. Pero comer.
«—El subsecretario al teléfono, don Artemio... »
Corrieron las cortinas, ¿verdad? Es de noche, ¿verdad? Hay plantas que necesitan la
luz de la noche para florecer. Esperan hasta que salga la oscuridad. El convólvulo abre
sus pétalos al atardecer. El convólvulo. En esa choza había un convólvulo, en la choza
junto al río. Se abría al caer la tarde, sí.
«Gracias, señorita... Bueno... sí, es Artemio Cruz. No, no, no, no hay conciliación
que valga. Es un intento claro de derrocar al gobierno. Ya han logrado que el sindicato
en masa abandone el partido oficial; si esto sigue ¿sobre qué se van a sostener ustedes,
señor subsecretario?... Sí... Ése es el único camino: declarar inexistente la huelga,
mandarles a la tropa, destruirlos a garrotazo limpio y encarcelar a los cabecillas... Cómo
no va a ser seria la cosa, señor...»
La mimosa también, recuerdo que también la mimosa tiene sentimientos; puede ser
sensitiva y púdica, casta y palpitante, viva, la mimosa...
«—...sí, seguro... y algo más, para hablar claro: si ustedes se muestran débiles, yo y
mis asociados de plano colocamos nuestros capitales fuera de México. Necesitamos
garantías. Oiga, ¿qué pasaría si en dos semanas huyeran del país cien millones de
dólares, por ejemplo?... ¿eh? No, si ya entiendo. ¡No faltaba más...!»
Ya. Se acabó. Ah. Eso fue todo. ¿Eso fue todo? Quién sabe. No me acuerdo. Hace
tiempo que no escucho las voces de esa grabadora. Hace tiempo que disimulo y en
realidad estoy pensando en cosas que me gusta comer, sí, es más importante pensar en
comida porque no he comido desde hace muchas horas y Padilla desconecta el aparato y
yo he mantenido los ojos cerrados y no sé qué piensen, qué digan Catalina, Teresa, el
Gerardo, la niña —no, Gloria salió, se fue hace un buen rato con el hijo de Padilla, se
están besuqueando en la sala, aprovechando que no hay nadie—, porque sigo con los
ojos cerrados y sólo pienso en chuletas de puerco, en lomo asado, en barbacoa, en pavos
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