Page 75 - La muerte de Artemio Cruz
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Dejó caer la cortina y caminó hacia el baño de azulejos moriscos. Miró en el espejo
                  ese rostro hinchado por un sueño que, sin embargo, era tan breve, tan distinto. Cerró la
                  puerta con suavidad. Abrió los grifos y taponeó el lavabo. Arrojó la camisa del pijama
                  sobre la tapa del excusado. Escogió una hoja nueva, la despojó de su envoltura de papel
                  ceroso y la colocó en el rastrillo dorado.
                      Luego dejó caer la navaja en el agua caliente, humedeció una toalla y se cubrió el
                  rostro  con  ella.  El  vapor  empañó  el  cristal.  Lo  limpió  con  una  mano  y  encendió  el
                  cilindro de luz neón colocado sobre el espejo. Exprimió el tubo de un nuevo producto
                  norteamericano, la crema de afeitar de aplicación directa; embarró la sustancia blanca y
                  refrescante sobre las mejillas,  el  mentón  y el  cuello. Se quemó  los  dedos  al  sacar la
                  navaja del agua. Hizo un gesto de molestia y con la mano izquierda extendió una mejilla
                  y comenzó a afeitarse, de arriba abajo, con esmero, torciendo la boca. El vapor le hacía
                  sudar;  sentía  correr  las  gotas  por  las  costillas.  Ahora  se  descañonaba  lentamente  y
                  después  se  acariciaba  el  mentón  para  asegurarse  de  la  suavidad.  Volvió  a  abrir  los
                  grifos, a empapar la toalla, a cubrirse la cara con ella. Se limpió las orejas y se roció el
                  rostro con una loción excitante que le hizo exhalar con placer. Limpió la hoja y volvió a
                  colocarla en el rastrillo, y éste en su estuche de cuero. Tiró el tapón y contempló, por un
                  instante, la succión del charco gris de jabón y vello emplastado. Observó las facciones:
                  quiso descubrir al mismo de siempre, porque al limpiar de nuevo el vaho que empañaba
                  el cristal, sintió sin saberlo —en esa hora temprana, de quehaceres insignificantes pero
                  indispensables, de malestares gástricos y hambres indefinidas, de olores indeseados que
                  rodeaban  la  vida  inconsciente  del  sueño—  que  había  pasado  mucho  tiempo  sin  que,
                  mirándose todos los días al espejo de un baño, se viera. Rectángulo de azogue y vidrio y
                  único  retrato  verídico  de  este  rostro  de  ojos  verdes  y  boca  enérgica,  frente  ancha  y
                  pómulos  salientes.  Abrió  la  boca  y  sacó  la  lengua  raspada  de  islotes  blancos;  luego
                  buscó  en  el  reflejo  los  huecos  de  los  dientes  perdidos.  Abrió  el  botiquín  y  tomó  los
                  puentes  que  dormían  en  el  fondo  de  un  vaso  con  agua.  Los  enjuagó  rápidamente  y,
                  dando la espalda al espejo, se los colocó. Embarró la pasta verdosa sobre el cepillo y se
                  limpió los dientes. Hizo gárgaras y se desprendió del pantalón del pijama.
                      Abrió los grifos de la regadera. Tomó la temperatura con la palma de la mano y
                  sintió el chorro desigual sobre la nuca, mientras pasaba el jabón sobre el cuerpo magro,
                  de costillas salientes, el estómago flácido  y los músculos que aún conservaban cierta
                  tirantez nerviosa, pero que ahora tendían a colgarse hacia adentro, de una manera que le
                  parecía grotesca, si él no mantenía una vigilancia enérgica y postiza... y sólo cuando era
                  observado, como estos días, por esas miradas impertinentes del hotel y la playa. Dio la
                  cara a la regadera, cerró los grifos y se frotó con la toalla. Volvió a sentirse contento
                  cuando se fregó el pecho y las axilas con el agua de lavanda y pasó el peine sobre la
                  cabellera crespa. Tomó del closet el calzón de baño azul y la camisa blanca de polo.
                  Calzó las zapatillas italianas de lona y cuerda y abrió con lentitud la puerta del baño.
                      La brisa continuaba agitando las cortinas y el sol no acababa de brillar: sería una
                  lástima, una verdadera lástima que el día se echara a perder. En septiembre nunca se
                  sabe.  Miró  hacia  la  cama  matrimonial.  Lilia  seguía  durmiendo,  con  esa  postura
                  espontánea,  libre:  la  cabeza  apoyada  en  el  hombro  y  el  brazo  extendido  sobre  la
                  almohada,  la  espalda  al  aire  y  una  rodilla  doblada,  fuera  de  la  sábana.  Se  acercó  al
                  cuerpo  joven,  sobre  el  cual  esa  luz  primera  jugaba  grácilmente,  iluminando  el  vello
                  dorado de los brazos y los rincones húmedos de los párpados, los labios, la axila pajiza.
                  Se agachó para mirar las perlas de sudor sobre los labios y sentir la tibieza que ascendía
                  del  cuerpo  de  animalillo  en  reposo,  tostado  por  el  sol,  inocentemente  impúdico.



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