Page 77 - La muerte de Artemio Cruz
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tenía. El lunes todo terminaría, no la volvería a ver. ¿Quién iba a exigir más? Compró
                  los diarios y subió a ponerse unos pantalones de franela.
                      En  el  automóvil,  Lilia  se  metió  en  los  periódicos  y  comentó  algunas  noticias  de
                  cine. Cruzó las piernas bronceadas y dejó que una zapatilla se le descolgara. Él encendió
                  el tercer cigarrillo de la mañana, no le dijo que ese periódico lo editaba él, se distrajo
                  observando los anuncios que coronaban los nuevos edificios y esa extraña transición del
                  hotel de quince pisos y el restaurant de hamburguesas a la montaña rapada, de entrañas
                  descubiertas por la pala mecánica, que caía con su vientre rojizo sobre la carretera.
                      Cuando Lilia saltó graciosamente a la cubierta y él trató de equilibrarse y al fin dio
                  pie en el yate, el otro ya estaba allí y fue quien les dio la mano para que pasaran del
                  muelle bamboleante.
                      —Xavier Adame.
                      Casi desnudo, con un traje de baño muy corto y el rostro oscuro, aceitado alrededor
                  de los ojos azules y las cejas espesas y juguetonas. Tendió la mano con un movimiento
                  de lobo inocente: audaz, cándido, secreto.
                      —Don Rodrigo dijo que si no les importaba compartir el barco conmigo.
                      Él asintió y buscó un lugar en la cabina sombreada. Adame le decía a Lilia:
                      —...el viejo me lo tenía ofrecido desde hace una semana y luego se olvidó...
                      Lilia sonrió y extendió la toalla sobre la popa asoleada.
                      —¿No apeteces nada? —le preguntó el hombre a Lilia cuando el mozo de a bordo
                  se acercó con el carro de las bebidas y las botanas.
                      Lilia, acostada, dijo que no con un dedo. Él acercó el carro y picoteó las almendras
                  mientras  el  mozo  le  preparaba  un  gin-and-tonic.  Xavier  Adame  había  desaparecido
                  sobre el toldo de la cabina. Se escucharon sus pisadas firmes, un diálogo rápido con
                  alguien  que  estaba  sobre  el  muelle,  después  el  movimiento  del  cuerpo  al  recostarse
                  sobre el toldo.
                      El  pequeño  yate  salió  lentamente  de  la  bahía.  Él  tomó  su  gorra  con  visera
                  transparente y se reclinó a beber el gin-and-tonic.
                      Frente a él, el sol se untaba sobre Lilia. La muchacha deshizo el nudo del sostén y
                  ofreció  la espalda. Todo el  cuerpo hizo un gesto  de alegría.  Levantó  los  brazos  y se
                  anudó el pelo suelto, de un cobrizo brillante, sobre la nuca. Un sudor finísimo le corría
                  por el cuello, lubricando la carne suave  y redonda de los brazos y la espalda lisa, de
                  separación acentuada. La miraba desde el fondo de la cabina. Ahora se dormiría en la
                  misma postura de la mañana. Recargada sobre el hombro, con una rodilla doblada. Vio
                  que se había afeitado la axila. El motor arrancó y las olas se abrieron en dos crestas
                  veloces,  levantando  una  llovizna  salada,  pareja,  cortada,  que  caía  sobre  el  cuerpo  de
                  Lilia. El agua de mar mojó el pantaloncillo de baño y lo pegó sobre las caderas y lo
                  encajó entre las nalgas. Las gaviotas se acercaron, chirriando, a la nave veloz y él sorbió
                  lentamente los popotes de su bebida. Ese cuerpo joven, lejos de excitarlo, lo llenaba de
                  contención,  de  una  especie  de  austeridad  malévola.  Jugaba,  sentado  sobre  la  silla  de
                  lona al fondo de la cabina, al aplazamiento de sus deseos, a su almacenamiento para la
                  noche  silenciosa  y  solitaria,  cuando  los  cuerpos  desaparecían  en  la  oscuridad  y  no
                  podían  ser  objeto  de  comparaciones.  En  la  noche,  sólo  tendría  para  ella  las  manos
                  experimentadas, amantes de la lentitud y la sorpresa. Bajó la mirada y vio esas manos
                  morenas, de venas verdosas, prominentes, que suplían el vigor y la impaciencia de otras
                  edades.
                      Se encontraban en mar abierto. La costa deshabitada, de matorrales desgreñados y
                  bastiones de roca, levantaba sobre sí misma un reverberar ardiente. El yate dio un viraje
                  en el mar picado y una ola se estrelló, empapó el cuerpo de Lilia: gritó alegremente y

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