Page 79 - La muerte de Artemio Cruz
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se encogería de hombros, la obligaría a preferir el cuerpo de lobo, por lo menos para una
                  noche, para variar. Pero amarse... amarse...
                      —Es cuestión de mantener los brazos rígidos, ¿ves?, no doblar los brazos...
                      —Primero veo cómo lo haces tú...
                      —Cómo no. Deja que lleguemos a la playita.
                      ¡Ah, sí! Ser joven y rico.
                      El yate se detuvo a unos metros de la playa escondida. Se meció, cansado, y dejó
                  escapar su aliento de gasolina, manchando el mar de cristales verdes y fondo blanco.
                      Xavier  tomó  los  esquíes  y  los  arrojó  al  agua;  después  se  zambulló,  emergió
                  sonriendo y los calzó.
                      —¡Tírame la cuerda!
                      La muchacha buscó la agarradera y la arrojó al joven. El yate volvió a arrancar y
                  Xavier se levantó del agua, siguiendo la estela de la nave con un brazo de saludo en alto
                  mientras  Lilia  lo  contemplaba  y  él  bebía  el  gin-and-tonic:  esa  franja  de  mar  que
                  separaba a los jóvenes los acercaba de una manera misteriosa; los unía más que una
                  cópula  apretada  y  los  fijaba  en  una  cercanía  inmóvil,  como  si  el  yate  no  surcara  el
                  Pacífico,  como  si  Xavier  fuese  una  estatua  esculpida  para  siempre,  arrastrada  por  la
                  nave,  como  si  Lilia  se  hubiese  detenido  sobre  una,  cualquiera,  de  las  olas  que  en
                  apariencia carecían de sustancia propia, se levantaban, se estrellaban, morían, volvían a
                  integrarse —otras las mismas— siempre en movimiento y siempre idénticas, fuera del
                  tiempo, espejo de sí mismas, de las olas del origen, del milenio perdido y del milenio
                  por  venir.  Hundió  el  cuerpo  en  ese  sillón  bajo  y  cómodo.  ¿Qué  iba  a  elegir  ahora?
                  ¿Cómo  escaparía  a  ese  azar  colmado  de  necesidades  que  huían  del  dominio  de  su
                  voluntad?
                      Xavier soltó la agarradera  y cayó  al  mar frente  a la playa.  Lilia se zambulló  sin
                  mirarlo, sin mirarlo a él. Pero la explicación llegaría. ¿Cuál? ¿Lilia le explicaría a él?
                  ¿Xavier le pediría una explicación  a  Lilia? ¿Lilia le daría una explicación a Xavier?
                  Cuando la cabeza de Lilia, iluminada en mil vetas extrañas por el sol y el mar, apareció
                  en el agua junto a la del joven, supo que nadie, salvo él, osaría pedir una explicación;
                  que allá abajo, en el mar tranquilo de esta rada transparente, nadie buscaría las razones o
                  detendría el encuentro fatal, nadie corrompería lo que era, lo que debía ser. ¿Qué cosa se
                  levantaba entre los  jóvenes? ¿Este cuerpo hundido  en la silla, vestido con camisa de
                  polo,  pantalón de franela  y  gorra de visera? ¿Esta mirada impotente? Allá abajo,  los
                  cuerpos nadaban en silencio y la borda le impedía ver lo que sucedía. Xavier chifló. El
                  yate arrancó y Lilia apareció, por un instante, sobre la superficie del mar. Cayó; el yate
                  se  detuvo.  Las  risas  redondas,  abiertas,  llegaron  hasta  su  oído.  Nunca  la  había
                  escuchado reír así. Como si acabara de nacer, como si no hubiera atrás, siempre atrás,
                  lápidas de historia e historias, sacos de vergüenza, hechos cometidos por ella, por él.
                      Por todos. Ésa era la palabra intolerable. Cometidos por todos. La mueca agria no
                  pudo contener esa palabra que le desbordaba. Que rompía todos los resortes del poder y
                  la  culpa,  del  dominio  singular  de  otros,  de  alguien,  de  una  muchacha  en  su  poder,
                  comprada por él, para hacerlos ingresar a un mundo ancho de actos comunes, destinos
                  similares,  experiencias  sin  etiquetas  de  posesión.  ¿Entonces  esa  mujer  no  había  sido
                  marcada para siempre? ¿No sería, para siempre, una mujer poseida ocasionalmente por
                  él? ¿No sería ésa su definición  y su fatalidad: ser lo que fue porque en un momento
                  dado fue suya? ¿Podía Lilia amar como si él nunca hubiese existido?
                      Se incorporó, caminó hacia la popa y gritó:
                      —Se hace tarde. Hay que regresar al club para comer a tiempo.



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