Page 82 - La muerte de Artemio Cruz
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cortinas grises. Yo quisiera pedirles que las abrieran, que abrieran las ventanas. Hay un
                  mundo  afuera.  Hay  este  viento  alto,  de  meseta,  que  agita  unos  árboles  negros  y
                  delgados. Hay que respirar... Han entrado.
                      —Acércate, hijita, que te reconozca. Dile tu nombre.
                      Huele bien. Ella huele bonito. Ah, sí, aún puedo distinguir las mejillas encendidas,
                  los ojos brillantes, toda la figura joven, graciosa, que a pasos cortados se acerca a mi
                  lecho.
                      —Soy... soy Gloria...
                      —Esa mañana lo esperaba con alegría. Cruzamos el río a caballo.
                      —¿Ves en qué terminó? ¿Ves, ves? Igual que mi hermano. Así terminó.
                      —¿Te sientes aliviada? Hazlo.
                      —Ego te absolvo...
                      El ruido fresco y dulce de billetes y bonos nuevos cuando los toma la mano de un
                  hombre como yo. El arranque suave de un automóvil de lujo, especialmente construido,
                  con clima artificial, bar, teléfono, cojines para la cintura y taburetes para los pies ¿eh,
                  cura,  eh?,  ¿también  allá  arriba,  eh?  Y  ese  cielo  que  es  el  poder  sobre  los  hombres,
                  incontables, de rostros escondidos, de nombres olvidados: apellidos de las mil nóminas
                  de la mina, la fábrica, el periódico: ese rostro anónimo que me lleva mañanitas el día de
                  mi santo, que me esconde los ojos debajo del casco cuando visito las excavaciones, que
                  me doblega la nuca en signo de cortesía cuando recorro los campos, que me caricaturiza
                  en las revistas de oposición: ¿eh, eh? Eso sí existe, eso sí es mío. Eso sí es ser Dios,
                  ¿eh?, ser temido y odiado y lo que sea, eso sí es ser Dios, de verdad, ¿eh? Dígame cómo
                  salvo  todo  eso  y  lo  dejo  cumplir  todas  sus  ceremonias,  me  doy  golpes  en  el  pecho,
                  camino de rodillas hasta un santuario, bebo vinagre y me corono de espinas. Dígame
                  cómo salvo todo eso, porque el espíritu...
                      «—...del hijo, y del espíritu santo, amén...»
                      Allí sigue, de rodillas,  con la cara lavada. Trato de darle la espalda. El  dolor de
                  costado me lo impide. Aaaay. Ya habrá terminado. Estaré absuelto. Quiero dormir. Allí
                  viene la punzada. Allí viene. Aaaah-ay. Y las mujeres. No, no éstas. Las mujeres. Las
                  que  aman.  ¿Cómo?  Sí.  No.  No  sé.  He  olvidado  ese  rostro.  Por  Dios,  he  olvidado  el
                  rostro. Era mío, cómo lo voy a olvidar.
                      «—Padilla... Padilla... Llámeme al jefe de información y a la cronista de sociales.»
                      Tu voz, Padilla, la recepción hueca de tu voz a través de ese interfón...
                      «—Sí, don Artemio. Don Artemio, hay un problema urgente. Los indios esos andan
                  agitando. Quieren que se les pague la deuda por talar sus bosques.
                      «—¿Qué? ¿Cuánto es?
                      «—Medio millón.
                      «—¿Nada más? Dígale al comisario ejidal que me los meta en cintura, que para eso
                  le pago. Sólo faltaba...
                      «—Aquí está Mena en la antesala. ¿Qué le digo?
                      «—Hágalo pasar.»
                      Ah Padilla, no puedo abrir los ojos y verte, pero puedo ver tu pensamiento Padilla,
                  detrás de la máscara de dolor: el hombre que agoniza se llama Artemio Cruz, nada más
                  Artemio Cruz; sólo este hombre muere, ¿eh?, nadie más. Es como un golpe de suerte
                  que aplaza las otras muertes. Esta vez sólo muere Artemio Cruz. Y esa muerte puede
                  serlo  en  lugar  de  otra,  quizás  de  la  tuya,  Padilla...  Ah.  No.  Tengo  cosas  por  hacer
                  todavía. No estén tan seguros, no...
                      —Te dije que se estaba haciendo.
                      —Déjelo descansar.

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