Page 81 - La muerte de Artemio Cruz
P. 81

El sol estaba a la altura de los ojos.
                      Los amantes salieron del mar —él, confuso, no pudo medir el tiempo de ese coito
                  prolongado, casi a la vista de la playa, pero arropado en la sábana del mar argentino del
                  poniente— y aquel alarde juguetón con el que entraron al agua sólo era, esta vez, dos
                  cabezas  unidas  en  silencio  y  la  mirada  baja  de  esa  muchacha  espléndida,  morena,
                  joven...  Joven.  Los  jóvenes  volvieron  a  recostarse,  tan  cerca  de  él,  y  a  taparse  las
                  cabezas con la misma toalla. También se cubrían de la noche, la lenta noche del trópico.
                  El negro que alquilaba las sillas empezó a recogerlas. Él se levantó y caminó hacia el
                  hotel.
                      Decidió darse un chapuzón en la piscina antes de subir. Entró al desvestidor junto a
                  la  alberca  y  volvió  a  quitarse,  sentado  sobre  un  banco,  las  zapatillas.  Los  closets  de
                  fierro donde se guardaba la ropa de los  huéspedes  lo  escondían. Se escucharon unos
                  pasos húmedos sobre el tapete de goma, a espaldas de él; unas voces sin respiración
                  rieron; se secaron los cuerpos con las toallas. Él se quitó la camisa de polo. Del otro
                  lado del locker, se levantó un olor penetrante de sudor, tabaco negro y agua de colonia.
                  Una fumarola voló hacia el techo.
                      —Hoy no aparecieron la bella y la bestia.
                      —No, hoy no.
                      —Está cuerísimo la vieja...
                      —Lástima. El pajarraco ese no le ha de cumplir.
                      —De repente se muere de apoplejía.
                      —Sí. Apúrate.
                      Volvieron a salir. Él calzó las zapatillas y salió poniéndose la camisa.
                      Subió por la escalera a la recámara. Abrió la puerta. No tenía de qué sorprenderse.
                  Allí estaba la cama revuelta de la siesta, pero Lilia no. Se detuvo a la mitad del cuarto.
                  El ventilador giraba como un zopilote capturado. Afuera, en la terraza, otra noche de
                  grillos y luciérnagas. Otra noche. Cerró la ventana para impedir que el olor escapara.
                  Sus sentidos tomaron ese aroma de perfume recién derramado, sudor, toallas mojadas,
                  cosméticos.  No  eran  ésos  sus  nombres.  La  almohada,  aún  hundida,  era  jardín,  fruta,
                  tierra mojada, mar. Se  movió lentamente hacia el  cajón  donde ella... Tomó  entre las
                  manos el sostén de seda, lo acercó a la mejilla. La barba naciente lo raspó. Debía estar
                  preparado. Debía bañarse, afeitarse de nuevo para esta noche. Soltó la prenda y caminó
                  con un nuevo paso, otra vez contento, hacia el baño.
                      Prendió la luz. Abrió el grifo del agua caliente. Arrojó la camisa sobre la tapa del
                  excusado. Abrió el botiquín. Vio esas cosas, cosas de los dos. Tubos de pasta dental,
                  crema  de  afeitar  mentolada,  peines  de  carey,  cold  cream,  tubo  de  aspirina,  pastillas
                  contra la acidez, tapones higiénicos, agua de lavanda, hojas de afeitar azules, brillantina,
                  colorete,  píldoras  contra  los  espasmos,  gargarizante  amarillo,  preservativos,  leche  de
                  magnesia, bandas adhesivas, botella de yodo, frasco de shampoo, pinzas, tijeras para las
                  uñas,  lápiz  labial,  gotas  para  los  ojos,  tubo  nasal  de  eucalipto,  jarabe  para  la  tos,
                  desodorante. Tomó la navaja. Estaba llena de vellos castaños, gruesos, prendidos entre
                  la hoja y el rastrillo. Se detuvo con la navaja entre las manos. La acercó a los labios y
                  cerró, involuntariamente, los ojos. Al abrirlos, ese viejo de ojos inyectados, de pómulos
                  grises, de labios marchitos, que ya no era el otro, el reflejo aprendido, le devolvió una
                  mueca desde el espejo.



                      YO los veo. Han entrado. Se abre, se cierra la puerta de caoba y los pasos no se
                  escuchan sobre el tapete hondo. Han cerrado las ventanas. Han corrido, con un siseo, las

                 E-book descargado desde  http://mxgo.net  Visitanos y baja miles de e-books Gratis /Página 81
   76   77   78   79   80   81   82   83   84   85   86