Page 84 - La muerte de Artemio Cruz
P. 84

—Abran la ventana.
                      —Te echo la culpa. Igual que mi hermano.
                      Sí.




                      TÚ no sabrás, no entenderás por qué Catalina, sentada a tu lado, quiere compartir
                  contigo ese recuerdo, ese recuerdo que quiere imponerse a todos los demás: ¿tú en esta
                  tierra, Lorenzo en aquélla?, ¿qué es lo que quiere recordar?, ¿tú con Gonzalo en esta
                  prisión?, ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña?: no sabrás, no entenderás si tú eres él, si él
                  será tú, si aquel día lo viviste si él, con él, él por ti, tú por él. Recordarás. Sí, aquel
                  último día tú y él estuvieron juntos —entonces no vivió aquello él por ti, o tú por él,
                  estuvieron juntos— en aquel lugar. Él te preguntó si iban juntos hasta el mar; iban a
                  caballo; te preguntó si irían juntos, a caballo, hasta el mar: te preguntará dónde iban a
                  comer y te dijo —te dirá— papá, sonreirá, levantará el brazo con la escopeta y saldrá
                  del vado con el torso desnudo, sosteniendo en alto la escopeta y las mochilas de lona.
                  Ella  no  estará  allí.  Catalina  no  recordará  eso.  Por  eso  tú  tratarás  de  recordarlo,  para
                  olvidar lo que ella quiere que tú recuerdes. Ella vivirá encerrada y temblará cuando él
                  regrese,  por  unos  días,  a  la  ciudad  de  México,  a  despedirse.  Si  sólo  regresara  a
                  despedirse. Ella lo cree. Él no lo hará. Tomará el vapor en Veracruz, se irá. Se iría. Ella
                  deberá recordar esa alcoba donde los humores del sueño pugnan por permanecer aunque
                  el  aire  de  la  primavera  entre  por  el  balcón  abierto.  Ella  deberá  recordar  las  camas
                  separadas, los cuartos separados, las cabeceras de seda, las sábanas revueltas de los dos
                  cuartos  separados,  la  depresión  de  los  colchones,  la  silueta  persistente  de  los  que
                  durmieron en esas camas. Ella no podrá recordar las ancas de la yegua, semejantes a dos
                  joyas negras, lavadas por el río legamoso. Tú sí. Al cruzar el río, tú y él distinguirán en
                  la  otra  ribera  un  espectro  de  tierra  levantado  sobre  la  fermentación  brumosa  de  la
                  mañana. Esa lucha de la manigua oscura y el sol ardiente se incorporará en un reflejo
                  doble de todas las cosas, en un fantasma de la humedad abrazada a la reverberación.
                  Olerá a plátano. Será Cocuya. Catalina nunca sabrá qué fue, qué es, qué será Cocuya.
                  Ella se sentará a esperar al borde del lecho, con el espejo en una mano y el cepillo en la
                  otra,  desganada,  con  el  sabor  de  bilis  en  la  boca,  decidiendo  que  permanecerá  así,
                  sentada, con la mirada  perdida, sin  ganas  de hacer nada, diciéndose que así  la dejan
                  siempre las escenas: vacía. No: sólo tú y él sentirán los cascos del caballo sobre la tierra
                  porosa  de  la  ribera.  También,  al  salir  del  agua,  sentirán  la  frescura  mezclada  con  el
                  hervor  de  la  selva  y  mirarán  hacia  atrás:  ese  río  lento  que  remueve  con  dulzura  los
                  líquenes  de  la  otra  orilla.  Y  más  lejos,  al  fondo  del  sendero  de  tabachines  en  flor,
                  pintado  de  nuevo,  el  casco  de  la  hacienda  de  Cocuya  asentado  sobre  una  explanada
                  sombreada.  Catalina  repetirá:  —Dios  mío,  no  merezco  esto;  levantará  el  espejo  y  se
                  preguntará  si  eso  es  lo  que  verá  Lorenzo  cuando  regrese,  si  regresa:  esa  deformidad
                  creciente  del  mentón  y  el  cuello.  ¿Se  dará  cuenta  de  las  arrugas  disfrazadas  que
                  empezarán a correrle por los párpados y las mejillas? Verá en el espejo otra cana y la
                  arrancará. Y tú,  con  Lorenzo a tu lado, te internarás  en la selva. Verás  frente a ti la
                  espalda desnuda de tu hijo, que también alternará las sombras del manglar con los rayos
                  granulados del sol que atravesará el tupido techo de ramas. Las raíces nudosas de los
                  árboles romperán la costra de la tierra, se asomarán bravas  y torcidas, a lo largo del
                  sendero abierto por el machete. Un sendero que en poco tiempo volverá a enredarse de
                  lianas. Lorenzo trotará erguido, sin mover la cabeza, chicoteando los flancos de la yegua
                  para espantar a las moscas zumbonas. Catalina se repetirá que no le tendrá confianza, no
                  le tendrá confianza si no la ve como antes, como cuando era niño, y se recostará con un

                 E-book descargado desde  http://mxgo.net  Visitanos y baja miles de e-books Gratis /Página 84
   79   80   81   82   83   84   85   86   87   88   89