Page 85 - La muerte de Artemio Cruz
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gemido, con los brazos abiertos, con la mirada nublada y dejará escapar de los pies las
zapatillas de seda y pensará en su hijo, tan parecido al padre, tan delgado, tan oscuro.
Tronarán las ramas secas bajo los cascos y se abrirá la llanura blanca con sus copetes de
caña ondulante. Lorenzo apretará las espuelas. Volteará el rostro y sus labios se
separarán en una sonrisa que llegará a tus ojos acompañada de un grito de alegría y el
brazo levantado: brazo fuerte, piel oliva, sonrisa blanca como las de tu juventud: tú
recordarás tu juventud por él y por estos lugares y no querrás decirle a Lorenzo cuánto
significa para ti esta tierra porque de hacerlo quizás forzarías su afecto: recordarás para
recordar dentro del recuerdo. Catalina, sobre la cama, recordará las caricias infantiles de
Lorenzo, desde los días duros de la muerte del viejo Gamaliel, recordará al niño
arrodillado junto a ella, con la cabeza recostada sobre el regazo de la madre, mientras
ella lo llamaba alegría de su vida, porque antes de que él naciera no, había sufrido
mucho, y sin poder decirlo, porque ella tenía deberes sagrados y el niño la miraba sin
comprender: porque, porque, porque. Tú traerás a Lorenzo a vivir aquí para que aprenda
a querer esta tierra por sí mismo, sin necesidad de que tú le expliques los motivos del
cariñoso empeño con que habrás reconstruido las paredes incendiadas de la hacienda y
abierto al cultivo los suelos de la llanura. No porque, sin porque, porque. Saldrán al sol.
Tú tomarás el sombrero de anchas alas, te lo pondrás sobre la cabeza. El viento
arrancado por el galope a la atmósfera quieta y reverberante te llenará la boca, los ojos,
la cabeza: Lorenzo se adelantará, levantando un polvo blanco, por el camino abierto
entre los plantíos y detrás de él, al galope, tú tendrás la seguridad de que ambos sienten
lo mismo: la carrera ensancha las venas, hace que la sangre fluya, alimenta el poder de
la vista, la abre sobre esta tierra ancha y saviosa, tan distinta de las mesetas, de los
desiertos que conocerás, parcelada en grandes cuadros, rojos, verdes, negros, punteada
de altas palmeras, turbia y honda, olorosa a excrementos y cáscaras de fruta, que
devuelve sus sentidos labrados a los sentidos despiertos, exaltados de tu hijo y de ti
mismo, tú y tu hijo que corren velozmente y salvan del torpor todos los nervios, todos
los músculos olvidados del cuerpo. Tus espuelas rayarán el vientre del overo, hasta
sangrarlo: sabrás que Lorenzo quiere carrera. Su mirada interrogante cortará las frases
de Catalina. Ella se detendrá, se preguntará hasta dónde puede llegar, se dirá que es
cuestión de tiempo, de ir desvelando las razones poco a poco, sí, hasta que él las
entienda bien. Ella sentada en el sillón y él a sus pies, con los brazos recargados sobre
las rodillas. La tierra tronará bajo los cascos; tú agacharás la cabeza, como si quisieras
acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras, pero hay ese peso, ese peso
del yaqui que será recostado, boca abajo, sobre las ancas de la misma bestia, el yaqui
que alargará un brazo para prenderse a tu cinturón: el dolor te adormecerá: el brazo y la
pierna te colgarán inertes y el yaqui seguirá abrazándote la cintura y gimiendo con el
rostro congestionado: se sucederán los túmulos de roca y ustedes marcharán cobijados
por las sombras, en el cañón de la montaña, descubriendo valles interiores de piedra,
hondas barrancas que descansan sobre cauces abandonados, caminos de abrojos y
matorrales: ¿quién recordará contigo? ¿Lorenzo sin ti en aquella montaña? ¿Gonzalo
contigo en este calabozo?:
(1915 — Octubre 22)
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