Page 90 - La muerte de Artemio Cruz
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en el otro, un calor enclaustrado. Las manos extendidas sintieron, en las yemas de los
                  dedos, estas temperaturas opuestas. Volvió a correr, por el lado caliente, que debía ser el
                  más hondo. Atrás, corrían también, con su música de espuelas, los pies de los villistas.
                  Un fósforo lanzó su resplandor anaranjado y él perdió el suelo y cayó por un chiflón
                  vertical y sintió el golpe seco de su cuerpo sobre unas vigas carcomidas. Arriba, el ruido
                  de  las  espuelas  no  cesaba  y  un  murmullo  de  voces  rebotaba  sobre  las  paredes  de  la
                  mina.  El  perseguido  se  levantó  penosamente;  trató  de  distinguir  las  dimensiones  del
                  lugar en el que había caído, la salida por donde continuar la fuga.
                      «Más vale esperar aquí...»
                      Las voces de arriba crecieron, como si discutieran. Luego se escuchó, claramente, la
                  carcajada del coronel Zagal. Las voces se retiraron. Alguien chifló a lo lejos: un solo
                  chiflido de atención, ríspido. Al escondite llegaron otros rumores indefinibles, pesados,
                  que  se  prolongaron  durante  varios  minutos.  Después,  nada.  Los  ojos  empezaron  a
                  acostumbrarse: la oscuridad.
                      «Parece que se han ido. Puede que sea una celada. Más vale esperar aquí.»
                      En el calor del chiflón abandonado, se tocó el pecho, se palpó el costado adolorido
                  por los golpes. Estaba en un redondo espacio sin salida: seguramente, el punto final de
                  una excavación. Algunas vigas rotas estaban por tierra; otras sostenían el débil techo de
                  arcilla. Se cercioró de la estabilidad de una de ellas y se recargó, sentado, a esperar el
                  paso de las horas. Una de las maderas se prolongaba hacia el boquete por donde había
                  caído: no era difícil trepar por ella y alcanzar otra vez la cueva de entrada. Tocó varias
                  roturas en su pantalón, en la túnica cuyas espiguillas doradas se habían desprendido. Y
                  cansancio, hambre, sueño. Un cuerpo joven estiró las piernas y sintió el pulso fuerte en
                  los muslos. La oscuridad y el reposo, el leve jadeo y los ojos cerrados. Pensó  en las
                  mujeres que quisiera conocer; el cuerpo de las conocidas huía de su imaginación. La
                  última fue en Fresnillo. Una prostituta endomingada. Una de esas que lloran cuando se
                  les pregunta, «¿De dónde eres? ¿Por qué viniste a dar aquí?» La pregunta de siempre,
                  para empezar la conversación  y porque a todas les encanta inventar cuentos. Ésa no;
                  nada más lloraba. Y la guerra sin acabarse. Claro que éstas eran las últimas operaciones.
                  Cruzó  los  brazos  sobre  el  pecho  y  trató  de  respirar  regularmente.  Una  vez  que
                  dominaran al ejército desbaratado de Pancho Villa, habría paz. Paz.
                      «¿Qué voy a hacer cuando esto se acabe? ¿Y para qué pensar que se va a acabar?
                  Así nunca pienso yo.»
                      Quizá  la  paz  significaría  buenas  oportunidades  de  trabajo.  En  su  recorrido  en
                  crucigrama  por  el  territorio  de  México,  sólo  había  asistido  a  la  destrucción.  Pero  se
                  destruían campos que podrían sembrarse de nuevo. En el Bajío, una vez, vio un campo
                  precioso, junto al cual podría construirse una casa de arcadas y patios floreados y vigilar
                  las siembras. Ver cómo crece una semilla, cuidarla, atender el brote de la planta, recoger
                  los frutos. Podría ser una buena vida, una buena vida...
                      «No te duermas, estate listo...»
                      Se pellizcó el muslo. Los músculos de la nuca le tiraron la cabeza hacia atrás.
                      Ningún ruido descendía de lo alto. Podía explorar. Se apoyó en la viga ascendente
                  para alcanzar, con el pie, las postillas rocosas del boquete. Se fue columpiando, con el
                  brazo  fuerte,  de  postilla  en  postilla,  hasta  clavar  las  uñas  en  la  plataforma  superior.
                  Emergió su cabeza. Estaba en el tiro caliente. Pero ahora parecía más oscuro y sofocado
                  que antes. Caminó hacia la cueva de distribución. La reconoció porque al lado del tiro
                  mal ventilado estaba el otro, el del ventarrón. Pero más lejos, la luz no entraba por la
                  apertura original. ¿Habría anochecido? ¿Habría perdido la cuenta de las horas?



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