Page 91 - La muerte de Artemio Cruz
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A  ciegas,  sus  manos  buscaron  la  entrada.  No  era  la  noche  la  que  la  había
                  clausurado, sino  una barricada de  rocas  pesadas, levantadas  por los  villistas antes de
                  partir. Lo habían sellado en esta tumba de vetas agotadas.
                      Sintió  en  los  nervios  del  estómago  eso:  que  estaba  aplastado.  Automáticamente,
                  ensanchó las ventanillas de la nariz en un esfuerzo imaginario de respiración. Se llevó
                  los dedos a las sienes y las acarició. El otro tiro, el ventilado. Ese aire venía de afuera,
                  subía del desierto, lo chicoteaba el sol. Corrió hacia el segundo pasaje. Su nariz se pegó
                  a ese aire dulce, corriente, y con las manos apoyadas sobre los muros fue dando traspiés
                  en la oscuridad. Una gota le mojó la mano. Acercó la boca abierta al muro, buscando el
                  origen del agua. En el techo negro goteaban esas perlas lentas, aisladas. Recogió otra
                  con  la  lengua;  esperó  la  tercera,  la  cuarta.  Colgó  la  cabeza.  El  tiro  parecía  terminar.
                  Husmeó el aire. Venía de abajo, lo sentía alrededor de los tobillos. Se arrodilló, buscó
                  con las manos. De esa apertura invisible, de allí surgía: era el tiro encajonado lo que le
                  daba una fuerza mayor que la del origen. Las piedras estaban sueltas. Comenzó a tirar
                  de  ellas,  hasta  que  la  rendija  se  amplió  y,  al  cabo,  se  derrumbó:  una  nueva  galería,
                  iluminada por venas plateadas, se abría detrás del derrumbe. Coló  el cuerpo  y, en el
                  nuevo pasaje, se dio cuenta de que no podía caminar de pie: sólo cabía de estómago. Así
                  fue arrastrándose, sin saber a dónde conducía su carrera de reptil. Vetas grises, reflejos
                  dorados de las espiguillas de oficial: sólo estas luces disparejas iluminaban su lentitud
                  de culebra amortajada. Los ojos reflejaban los rincones más negros de la oscuridad y un
                  hilo  de  saliva  le  corría  por  el  mentón.  Sintió  la  boca  llena  de  tamarindos:  acaso  el
                  recuerdo involuntario de una fruta que aun en la memoria agita las glándulas salivales,
                  quizá el mensajero exacto de un olor desprendido de una huerta lejana y que, acarreado
                  por  el  aire  inmóvil  del  desierto,  habría  llegado  hasta  el  estrecho  pasaje.  El  olfato
                  despierto  percibió  algo  más.  Una  bocanada  completa  de  aire.  Un  pulmón  lleno.  Un
                  sabor inconfundible de tierra cercana: inconfundible para uno que llevaba tanto tiempo
                  encerrado  en  el  gusto  de  roca.  La  galería  baja  iba  en  descenso;  ahora  se  detenía
                  abruptamente  y caía, a tajo,  sobre un ancho espacio  interior  y un suelo  de arena. Se
                  descolgó de la galería alta y se dejó caer en el lecho blanco. Algunos brazos vegetales
                  habían entrado hasta aquí. ¿Por dónde?
                      «Sí, ahora vuelve a subir. ¡Pero si es luz! Parecía un reflejo de la arena ¡y es luz!»
                      Corrió, con el pecho lleno, hacia la apertura bañada de sol.
                      Corrió sin escuchar ni ver. Sin escuchar el guitarreo lento y la voz que lo coreaba,
                  una voz guanga y sensual de soldado cansado.
                                   Las muchachas durangueñas se visten de azul y verde,
                                   de las ocho en adelante, la que no pellizca muerde...
                      Sin ver el pequeño fuego sobre el cual se mecía el esqueleto de la cabra cazada en la
                  montaña y los dedos que le arrebataban jirones de pellejo.
                      Cayó, sin escuchar ni ver, sobre la primera franja de tierra iluminada. Cómo iba a
                  ver, bajo ese sol de las tres de la tarde, derretido, que iluminaba como un hongo de cal
                  el sarakof del hombre que reía y le alargaba la mano.
                      —Ándele, capitán, que nos va a hacer llegar tarde. Mire no más cómo le entra el
                  yaqui al rancho. Y ahora sí, las cantimploras pueden usarse.
                                   Las muchachas chihuahuenses ya no saben ni qué hacer,
                                   pidiendo a Dios que haya un hombre que las sepa bien querer...

                      El prisionero levantó el rostro y antes de ver al grupo reclinado del coronel Zagal,
                  dejó que los ojos se le perdieran en el paisaje seco, de pedruscos y órganos espinosos,


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