Page 93 - La muerte de Artemio Cruz
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—¿De cuándo acá esas garantías?
—Caramba, capitán, si de todas maneras vamos a perder. Yo le soy franco. La
División está desintegrada. Se ha fraccionado en bandas que se perderán por las
montañas, cada vez más deshilachadas, porque a lo largo del camino se van quedando
en sus pueblos, en sus rancherías. Estamos cansados. Son muchos años de pelear, desde
que nos levantamos contra don Porfirio. Luego peleamos con Madero, luego contra los
colorados de Orozco, luego contra los pelones de Huerta, luego contra ustedes los
carranclanes de Carranza. Son muchos años. Ya nos cansamos. Nuestras gentes son
como las lagartijas, van tomando el color de la tierra, se meten a las chozas de donde
salieron, vuelven a vestirse de peones y vuelven a esperar la hora de seguir peleando,
aunque sea dentro de cien años. Ellos ya saben que esta vez perdimos, igual que los
zapatistas en el sur. Ganaron ustedes. ¿Para qué ha de morírsenos usted cuando la pelea
está ganada por los suyos? Déjenos perder dando la batalla. Nomás eso le pido. Déjenos
perder con tantito honor.
—Pancho Villa no está en este pueblo.
—No. Él va más adelante. Y la gente se nos va quedando. Ya somos muy pocos.
—¿Qué garantías me dan?
—Lo dejamos vivo aquí en la cárcel hasta que sus amigos lo rescaten.
—Eso, si los nuestros ganan. Si no...
—Si los derrotamos, le doy un caballo para que se largue.
—Y así pueden fusilarme por la espalda cuando salga corriendo.
—Usted dirá...
—No. No tengo nada que contar.
—En el calabozo están su amigo el yaqui y el licenciado Bernal, un enviado de
Carranza. Espere usted con ellos la orden de fusilamiento.
Zagal se incorporó.
Ninguno de los dos tenía sentimientos. Eso, cada cual, en su bando, lo había
perdido, limado por los hechos cotidianos, por el remache sin tregua de su lucha ciega.
Habían hablado automáticamente, sin comprometer sus emociones. Zagal solicitaba la
información y daba la oportunidad de escoger entre la libertad y el paredón, el
prisionero negaba la información: pero no como Zagal y Cruz, sino como engranajes de
dos máquinas de guerra opuestas. Por esto, la noticia del fusilamiento era recibida por el
prisionero con indiferencia absoluta. Una indiferencia, justamente, que le obligaba a
darse cuenta de la tranquilidad monstruosa con que aceptaba su propia muerte. Entonces
también él se puso de pie y cuadró la quijada.
—Coronel Zagal, llevamos mucho tiempo obedeciendo órdenes, sin darnos tiempo
para hacer algo ¿cómo diré?, algo que diga: esto lo hago como Artemio Cruz; ésta me la
juego yo solo, no como oficial del ejército. Si me ha de matar, máteme como Artemio
Cruz. Ya lo dijo usted que esto se va a terminar, que estamos cansados.
Yo no quiero morir como el último sacrificado de una causa victoriosa y usted
tampoco ha de querer morir como el último de una causa perdida. Sea usted hombre,
coronel, y déjeme serlo. Le propongo que nos batamos con pistolas. Trace una raya en
el patio y salgamos los dos armados de dos esquinas opuestas. Si usted logra herirme
antes de que yo cruce la raya, me remata. Si yo la cruzo sin que usted me pegue, me
deja libre.
—¡Cabo Payán! —gritó Zagal con un brillo en los ojos—. Condúzcalo a la celda.
Luego le dio la cara al prisionero:
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