Page 87 - La muerte de Artemio Cruz
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El yaqui asintió, colocándose el sombrero chaparro, de copa redonda, adornado por
                  una pluma roja clavada en la banda. El capitán saltó a la silla y la fila de hombres inició
                  el trote ligero hacia la puerta de la Sierra: el cañón de desfiladeros ocres.
                      Tres cornisas se volaban en el corte del cañón. La tropa agarró hacia la segunda: la
                  menos ancha, pero capaz de admitir el paso de las cabalgaduras en fila india: la que
                  conducía  al  surtidor.  Las  cantimploras  vacías  golpeaban  hueco  los  muslos  de  los
                  hombres; la caída de los pedruscos bajo las herraduras repetía ese sonido vacío y hondo,
                  que se perdía sin ecos, con el único golpe seco de un tambor estirado, a lo largo del
                  cañón. Desde lo alto del desfiladero, la corta columna se veía cabizbaja, avanzando a
                  tientas. Sólo él mantenía la vista en las cimas, guiñando los ojos contra el sol, dejando
                  que el caballo atendiera los accidentes del suelo. Al frente del destacamento, no sentía
                  temor  ni  orgullo.  El  miedo  había  quedado  atrás,  no  en  los  primeros,  sino  en  los
                  repetidos encuentros que habían hecho del peligro la vida habitual y de la tranquilidad el
                  elemento sorprendente. Por eso, este silencio total del cañón le alarmaba en secreto y
                  por eso apretaba las riendas y, sin darse cuenta, preparaba los músculos del brazo y de la
                  mano para tomar velozmente la pistola. Creía no conocer la soberbia. El temor antes, la
                  costumbre después, lo habían impedido. No podía sentir orgullo cuando las primeras
                  balas  le  silbaban  cerca  del  oído  y  esa  vida  milagrosa  se  imponía  cada  vez  que  el
                  proyectil perdía el blanco: entonces sólo podía sentir asombro ante la sabiduría ciega de
                  su cuerpo para esquivar, para levantarse o agacharse, para esconder el rostro detrás de
                  un tronco de árbol; asombro y desprecio, cuando pensaba en la tenacidad con que el
                  cuerpo,  más  veloz  que  la  voluntad,  se  defendía  a  sí  mismo.  No  podía  sentir  orgullo
                  cuando, más tarde, ni siquiera escuchaba ese silbido pertinaz, acostumbrado. Sólo vivía
                  una zozobra, dominada y seca, en estos momentos en que la tranquilidad imprevista le
                  rodeaba. Adelantó la quijada, con el gesto de la duda.
                      El silbido insistente de un soldado, a sus espaldas, le confirmó en el peligro de este
                  paseo por el cañón. Y el silbido fue roto por una descarga repentina y un aullido bien
                  conocido:  los  caballos  villistas  eran  lanzados  por  sus  jinetes  de  boca,  verticalmente,
                  desde el tope del cañón en un descenso suicida, mientras los fusiles parapetados en el
                  tercer  risco  herían  a  los  hombres  del  destacamento  y  los  caballos  sangrantes  se
                  encabritaban  y  rodaban,  envueltos  en  un  estruendo  de  pólvora,  hasta  el  fondo  de  las
                  rocas picudas: él sólo pudo volver la cara y ver a Tobías desbarrancarse, imitando a los
                  villistas, por las laderas cortadas a pico, en un intento inútil de cumplir las órdenes: el
                  caballo del yaqui perdió pie y voló durante un segundo, antes de estrellarse en el fondo
                  del desfiladero y aplastar bajo su peso al jinete. El aullido creció, acompañado de un
                  fuego tupido;  él  se desprendió  del  lomo izquierdo del  caballo  y  rodó, dominando su
                  caída con volteretas y apoyos, hacia el fondo: en su visión quebrada, las panzas de los
                  caballos encabritados pulsaban en los altos, junto con los disparos, inútiles también, de
                  los  hombres  sorprendidos  sobre  aquel  risco  estrecho,  sin  posibilidad  de  guarecerse  o
                  maniobrar sus monturas. Cayó, arañando las laderas, y cayeron los jinetes de Villa sobre
                  el segundo risco, a librar el encuentro cuerpo a cuerpo. Ahora continuaba la rodadera
                  salvaje  de  cuerpos  entrelazados  y  caballos  locos,  mientras  él  tocaba  con  las  manos
                  ensangrentadas el fondo oscuro del cañón y desenfundaba la pistola. Sólo le aguardaba
                  un nuevo silencio. Las fuerzas habían sido aniquiladas. Se arrastró, con el brazo y la
                  pierna adoloridos, hacia una roca gigantesca.
                      —Salga, capitán Cruz, ríndase ya...
                      Y contestó la garganta seca: —¿A que me fusilen? Aquí aguanto.
                      Pero  la  mano  derecha,  tullida  por  el  dolor,  apenas  podía  sostener  la  pistola.  Al
                  levantar  el  brazo,  sintió  una  punzada  profunda  en  el  vientre:  disparó,  con  la  cabeza

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