Page 89 - La muerte de Artemio Cruz
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de la sorpresa, del cerco, de la fuga veloz después del golpe. Todo lo contrario de su
escuela de armas, la del general Álvaro Obregón, que era la de la batalla formal, en
llano abierto, con dispositivos exactos y maniobras sobre terreno explorado.
—Juntos, en orden. No se me desperdiguen —gritaba el coronel Zagal cada vez que
se desprendía de la cabeza de la columna y cabalgaba hacia atrás, tragando polvo y
afilando los dientes—. Ahora salimos de la montaña y quién sabe qué nos espere. Listos
todos; agachados; ojos vivos para distinguir las polvaredas; todos juntos vemos mejor
que yo solito...
Las masas de roca se iban abriendo. La columna estaba sobre una cima aplanada y
el desierto de Chihuahua, ondulante, moteado de mezquite, se abría a sus pies. El sol era
cortado por ráfagas de aire alto: capa fresca que nunca tocaba los bordes ardientes de la
tierra.
—Vamos a tomar por la mina, para bajar más aprisa —gritó Zagal—. Que se agarre
bien su compañero, Cruz, que la bajada es a pico.
La mano del yaqui apretó el cinturón de Artemio; pero había en su presión algo más
que el deseo de no caer: una insistencia comunicativa. Artemio bajó la cabeza, acarició
el cuello del caballo y luego volvió el rostro hacia la cara congestionada de Tobías.
El indio murmuró en su lengua: —Vamos a pasar junto a una mina abandonada
hace mucho. Cuando pasemos junto a una de las bocas de entrada, rueda del caballo y
corre hacia adentro; eso está lleno de chiflones y allí no te han de encontrar...
Él no dejó de acariciar la crin. Volvió a levantar la cabeza y trató de distinguir, en el
descenso hacia el desierto, esa entrada de la que hablaba Tobías.
El yaqui murmuró: —Olvídate de mí. Tengo las piernas rotas.
¿Las doce? ¿La una? El sol era cada vez más pesado.
Aparecieron unas cabras sobre un risco y algunos de los soldados les apuntaron con
los rifles. Una huyó, la otra cayó redonda desde su pedestal y un soldado villista se
desmontó y la cargó sobre las espaldas.
—¡Que sea la última vez que alguien venadea! —dijo Zagal con su voz ronca y
sonriente—. Esos balazos te van a faltar algún día, cabo Payán.
Después, alzándose sobre los estribos, le dijo a toda la columna: —Entiendan una
cosa, cabrones: que vamos con los carranclanes pisándonos las patas. No me vuelvan a
desperdiciar el parque. ¿Qué se andan creyendo?
¿Que vamos victoriosos hacia el sur, como antes? Pues no. Vamos derrotados, hacia
el norte, de donde salimos.
—Oiga mi coronel —gimió con su voz cerrada el cabo—, pero ya tenemos un poco
de merienda.
—Lo que tenemos es muy poca madre —gritó Zagal.
La columna rió y el cabo Payán amarró la cabra muerta sobre las ancas de su
caballo.
—Nadie toque l'agua o el pinole hasta llegar allá abajo —ordenó Zagal.
Pero él ya tenía el pensamiento fijo en los vericuetos del descenso. Allí estaba, a la
vuelta de ese recodo, la boca abierta de la mina.
Las herraduras de Zagal chocaron contra los rieles estrechos que avanzaban medio
metro fuera de la entrada. Ahora Cruz se arrojó del caballo y rodó por la ligera
pendiente cuando los fusiles sorprendidos apenas se alistaban y cayó de rodillas en la
oscuridad: sonaron los primeros tiros y las voces de los villistas se alborotaron. El frío
repentino aligeró la cabeza del hombre; la oscuridad la mareó. Hacia adelante: las
piernas corrieron olvidando el dolor, hasta que el cuerpo se estrelló contra la roca: al
abrir los brazos, los alargó hacia dos tiros divergentes. Por uno soplaba un viento fuerte;
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