Page 92 - La muerte de Artemio Cruz
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largo  y lento, silencioso  y  aplomado. Después se incorporó  y llegó hasta el  pequeño
                  campamento.  El  yaqui  lo  miraba  fijamente.  Él  alargó  el  brazo,  arrancó  un  jirón
                  chamuscado del lomo de la cabra y se sentó a comer.
                      Perales.
                      Era un pueblo de adobes, que en poco se distinguía de los demás. Sólo una cuadra,
                  la que pasaba frente a la presidencia municipal, estaba empedrada. Las demás eran de
                  polvo aplanado por los pies desnudos de los niños, los tarsos de los guajolotes que se
                  esponjaban en las bocacalles, las patas de la jauría de perros que a veces dormían al sol
                  y  a  veces  corrían  todos  juntos,  ladrando,  sin  rumbo.  Quizás  había  una  o  dos  casas
                  buenas, con portones grandes y chapas de fierro y canales de latón: eran siempre la del
                  agiotista y la del jefe político (cuando uno y otro no eran el mismo), ahora huyendo de
                  la  justicia  expedita  de  Pancho  Villa.  Las  tropas  habían  ocupado  las  dos  residencias
                  llenando  los  patios  —escondidos  detrás  de  los  largos  muros  que  daban  su  rostro  de
                  fortaleza  a  la  calle—  de  caballada  y  paja,  cajas  de  parque  y  herramientas:  lo  que  la
                  División del Norte, derrotada, lograba salvar en su marcha hacia el origen. El color del
                  pueblo era pardo; sólo la fachada de la presidencia lucía un tono rosa, que enseguida se
                  perdía, por los costados y los patios, en el mismo tono grisáceo de la tierra. Había un
                  aguaje cercano;  por eso se fundó el  pueblo,  cuya  riqueza se limitaba a unos cuantos
                  pavos y gallinas, unas cuantas milpas secas cultivadas sobre las callejas de polvo, un par
                  de forjas, una carpintería, una tienda de abarrotes y algunas industrias domésticas. Se
                  vivía de milagro. Se vivía en silencio. Como en la mayoría de las aldeas mexicanas, era
                  difícil saber dónde se escondían sus moradores. En la mañana como en la tarde, en la
                  tarde como en la noche, podría quizá escucharse el golpe de un martillo, insistente, o el
                  chillido de un recién nacido, pero sería difícil encontrarse en las calles ardientes con un
                  ser vivo.  Los niños se asomaban a veces, pequeñísimos, descalzos. También la tropa
                  permanecía detrás de los muros de las casas incautadas o escondida en los patios de la
                  presidencia,  que  era  hacia  donde  se  encaminaba  la  columna  fatigada.  Cuando
                  desmontaron, un piquete se acercó y el coronel Zagal señaló al indio yaqui.
                      —Ése al calabozo. Usted venga conmigo, Cruz.
                      Ahora el coronel no reía. Abrió las puertas del despacho encalado y con una manga
                  se secó el sudor de la frente. Se aflojó el cinturón y se sentó. El prisionero lo contempló
                  de pie.
                      —Jálese una silla, capitán, y vamos platicando a gusto. ¿Quiere un cigarro?
                      El prisionero lo tomó y el fuego del mechero acercó los dos rostros.
                      —Bueno  —volvió  a  sonreír  Zagal—,  —si  la  cosa  es  muy  sencilla.  Usted  podría
                  decirnos  cuáles  son  los  planes  de  los  que  nos  vienen  persiguiendo  y  nosotros  lo
                  pondríamos en libertad. Le soy franco. Sabemos que estamos perdidos, pero así y todo
                  nos queremos defender. Usted es buen soldado y entiende esto.
                      —Seguro. Por eso mismo no voy a hablar.
                      —Sí. Pero sería muy poco lo que tendría que contarnos. Usted y todos esos muertos
                  que  se  quedaron  en  el  cañón  formaban  un  destacamento  de  exploración,  eso  se  veía
                  claro. Eso quiere decir que el grueso de las tropas no andaban lejos. Hasta se olieron la
                  ruta que hemos tomado hacia el norte. Pero como ustedes no conocen bien ese paso de
                  la montaña, seguro que han tenido que atravesar todo el llano y eso toma varios días.
                  Ahora: ¿cuántos son, hay tropas que se hayan adelantado por tren, en cuánto calcula
                  usted sus provisiones de parque, cuántas piezas de artillería vienen arrastrando? ¿Qué
                  táctica  han  decidido?  ¿Dónde  se  van  a  juntar  las  brigadas  sueltas  que  nos  vienen
                  siguiendo la pista? Fíjese qué sencillo: usted me cuenta todo esto y sale libre. Palabra
                  que sí.

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