Page 96 - La muerte de Artemio Cruz
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El yaqui hablaba con los ojos cerrados. —Los que quedamos fuimos arrastrados a
                  una fila muy larga y desde allá, desde Sinaloa, nos hicieron caminar hasta el otro lado,
                  hasta Yucatán.
                      —De cómo tuvieron que marchar hasta Yucatán y las mujeres  y los viejos  y los
                  niños  de  la  tribu  se  iban  quedando  muertos.  Los  que  lograron  llegar  a  las  haciendas
                  henequeneras fueron vendidos como esclavos y separados los esposos de sus mujeres.
                  De  cómo  obligaron  a  las  mujeres  a  acostarse  con  los  chinos,  para  que  olvidaran  su
                  lengua y parieran más trabajadores...
                      —Volví, volví. Apenas supe que había estallado la guerra, volví con mis hermanos
                  a luchar contra el daño.
                      El yaqui rió quedamente y él sintió ganas de orinar. Se levantó y abrió la bragueta
                  del pantalón kaki; buscó un rincón y escuchó el chapoteo contra el polvo. Frunció el
                  ceño  pensando  en  el  desenlace  acostumbrado  de  los  valientes  que  mueren  con  una
                  mancha húmeda en el pantalón militar. Bernal, ahora con los brazos cruzados, parecía
                  buscar, a través de los altos barrotes, un rayo de luna para esta noche fría y oscura. A
                  veces,  ese  martilleo  persistente  del  pueblo  llegaba  hasta  ellos;  los  perros  aullaban.
                  Algunas  conversaciones  perdidas,  sin  sentido,  lograban  atravesar  las  paredes.  Él  se
                  espolvoreó la túnica y se acercó al joven licenciado.
                      —¿Hay cigarros?
                      —Sí... creo que sí... Por aquí andaban.
                      —Ofrécele al yaqui.
                      —Ya le ofrecí antes. No le gustan los míos.
                      —¿Trae los suyos?
                      —Parece que se le acabaron.
                      —Puede que los soldados tengan cartas.
                      —No; no me podría concentrar. Creo que no podría...
                      —¿Tienes sueño?
                      —No.
                      —Tienes razón. No hay que dormir.
                      —¿Crees que algún día te vas a arrepentir?
                      —¿Cómo?
                      —Digo, de haber dormido antes...
                      —Está chistoso eso.
                      —Ah, sí. Entonces más vale recordar. Dicen que es bueno recordar.
                      —No hay mucha vida por detrás.
                      —Cómo no. Ésa es la ventaja del yaqui. Puede que por eso no le guste hablar.
                      —Sí. No, no te entiendo...
                      —Digo que el yaqui sí tiene muchas cosas que recordar.
                      —Puede que en su lengua no se recuerde igual.
                      —Toda esa caminata, desde Sinaloa. Lo que nos contó hace un rato.
                      —Sí. —...
                      —Regina...
                      —¿Cómo?
                      —No. No más repito nombres.
                      —¿Qué edad tienes?
                      —Voy para veintiséis. ¿Y tú?
                      —Veintinueve. Tampoco tengo mucho que recordar. Y eso que la vida se volvió tan
                  agitada, tan de repente.
                      —¿Cuándo se empezará a recordar la niñez, por ejemplo?

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