Page 30 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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El amor está lleno de trampas. Cuando quiere manifestarse, muestra
                  apenas su luz, y no nos permite ver las sombras que esa luz provoca.
                         — Mira la tierra a nuestro alrededor —dijo—. Vamos a acostarnos en el
                  suelo, a sentir los latidos del corazón del planeta.

                         — Más adelante —respondí—. No puedo ensuciar la única chaqueta que
                  traje.

                         Caminamos a través de los olivares. Después de la lluvia del día anterior
                  en Bilbao, el sol de la mañana me producía una sensación de sueño. Yo no
                  tenía gafas oscuras: como pensaba regresar a Zaragoza el mismo día, no
                  había traído nada. Tuve que dormir con una camisa que él me prestó, y compré
                  una camiseta en la esquina del hotel para, al menos, poder lavar la que estaba
                  usando.
                         — Debes de estar asqueado de verme  con la misma ropa—dije, bro-
                  meando, para ver si un asunto tan banal me traía de vuelta a la realidad.
                         — Yo estoy feliz porque tú estás aquí.

                         No había vuelto a hablar de amor desde que me había entregado la me-
                  dalla, pero estaba de buen humor, y parecía que había vuelto a los dieciocho
                  años. Andaba a mi lado, sumergido también en la claridad de esa mañana.

                         — ¿Qué tienes que hacer allí? —pregunté, señalando las montañas de
                  los Pirineos, en el horizonte.

                         — Detrás de aquellas montañas está Francia —respondió, sonriendo.
                         — Yo estudié geografía. Sólo quiero saber por qué tenemos que ir hasta
                  allí.

                         Él se quedó un rato callado, sonriendo apenas.
                         — Para que veas una casa. Quien sabe se interesa por ella.
                         — Si estás pensando en convertirte en agente inmobiliario, olvídalo. No
                  tengo dinero.

                         A mí tanto me daba ir a un pueblo de Navarra como a Francia. Lo único
                  que no quería era pasar los días de fiesta en Zaragoza.

                         «¿Te das cuenta? —oí que le decía mi cerebro a mi corazón—. Estás
                  contenta de haber aceptado la invitación. Has cambiado, y no lo percibes.»

                         No, no cambié nada. Sólo me aflojé un poco.

                         — Fíjate en las piedras del suelo.
                         Eran redondas, sin aristas. Parecían guijarros marinos. Aunque el mar
                  nunca había estado allí, en los campos de Navarra.
                         — Los pies de los trabajadores, los pies de los peregrinos, los pies de
                  los aventureros moldearon estas piedras—dijo él—. Las piedras cambiaron, y
                  también los viajeros.
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