Page 28 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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Si las paredes se desmoronan, el amor se encarga de todo; ya no impor-
ta qué es posible y qué imposible, ya no importa si podemos o no mantener ala
persona amada a nuestro lado: amar es perder el control.
No, no puedo dejar una brecha. Por pequeña que sea.
— ¡Un momento!
Él dejó inmediatamente de cantar. Los pasos rápidos reverberaban en el
suelo mojado.
— Vamos —dijo, cogiéndome del brazo.
— ¡Espere! —gritó un hombre—. ¡Necesito hablar con usted!
Pero él andaba cada vez más rápido.
— No se dirige a nosotros —dijo—. Vamos al hotel.
Se dirigía a nosotros: no había nadie más en aquella calle. Mi corazón
se disparó, y el efecto de la bebida desapareció de inmediato. Recordé que
Bilbao quedaba en el País Vasco, y que los atentados terroristas eran frecuen-
tes. Los pasos se fueron acercando.
— Vamos —dijo él, acelerando todavía más el paso.
Pero era tarde. La figura del hombre, mojado de la cabeza a los pies, se
interpuso en nuestro camino.
— ¡Paren, por favor! —dijo el hombre—. Por el amor de Dios.
Yo estaba aterrorizada, buscando la manera de huir, un coche policial
que apareciese milagrosamente. De un modo instintivo, agarré su brazo, pero
él me apartó las manos.
— Por favor —dijo el hombre—. Supe que usted estaba en la ciudad.
Necesito su ayuda. ¡Es mi hijo!
El hombre comenzó a llorar, y se arrodilló en el suelo.
— Por favor —decía—. ¡Por favor!
Él respiró hondo, bajó la cabeza y cerró los ojos. Durante unos instantes
permaneció en silencio, y todo lo que se oía era el ruido de la lluvia mezclado
con los sollozos del hombre arrodillado en la calle.
— Vete al hotel, Pilar —dijo finalmente—. Y duerme. No regresaré hasta
el amanecer.

