Page 31 - A orillas del río Piedra me senté y lloré
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— Todo lo que sabes ¿te lo enseñaron los viajes?
— No. Fueron los milagros de la Revelación.
No entendí, y no intenté profundizar. Estaba concentrada en el sol, en el
campo, en las montañas del horizonte.
— ¿Hacia dónde vamos ahora? —pregunté.
— Hacia ningún lugar. Estamos aprovechando la mañana, el sol, el bello
paisaje. Tenemos por delante un largo viaje en coche.
Vaciló un instante, y luego preguntó:
— ¿Guardaste la medalla?
— La guardé —dije, y empecé a caminar más rápido. No quería que to-
case ese tema: podía estropear la alegría y la libertad de esa mañana.
Aparece un pueblo. Está, como las ciudades medievales, en la cima de
un morro, y veo, a la distancia, la torre de su iglesia y las ruinas de un castillo.
— Vamos hasta allí —sugiero.
Él duda un instante, pero acepta. Hay una capilla en el camino, y tengo
deseos de entrar en ella. Ya no sé rezar, pero el silencio de las iglesias me
tranquiliza siempre.
«No te sientas culpable —me digo—. Si él está enamorado es problema
suyo.»
Preguntó por la medalla. Sé que esperaba que volviésemos a la conver-
sación del café. Al mismo tiempo, tenía miedo de escuchar lo que no quería oír;
por eso no tomaba la iniciativa y no tocaba el tema.
Quizá me amara realmente. Pero conseguiríamos transformar ese amor
en algo diferente, en algo más profundo.
«Ridículo —pensé—. No existe nada más profundo que el amor. En los
cuentos infantiles, las princesas besan a los sapos, que se transforman en
príncipes. En la vida real, las princesas besan a los príncipes, que se transfor-
man en sapos.»

