Page 69 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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naturaleza como algo único e irreductible y, simultáneamente, considerarlo como una expresión social
inseparable de otras manifestaciones históricas. El poema, ser de palabras, va más allá de las palabras y la
historia no agota el sentido del poema; pero el poema no tendría sentido —y ni siquiera existencia— sin la
historia, sin la comunidad que lo alimenta y a la que alimenta.
Las palabras del poeta, justamente por ser palabras, son suyas y ajenas. Por una parte, son históricas:
pertenecen a un pueblo y a un momento del habla de ese pueblo: son algo fechable. Por la otra, son anteriores
a toda fecha: son un comienzo absoluto. Sin el conjunto de circunstancias que llamamos Grecia no existirían
la I liada ni la Odisea; pero sin esos poemas tampoco habría existido la realidad histórica que fue Grecia. El
poema es un tejido de palabras perfectamente fechables y un acto anterior a todas las fechas: el acto original
con el que principia toda historia social o individual; expresión de una sociedad y, simultáneamente,
fundamento de esa sociedad, condición de su existencia. Sin palabra común no hay poema; sin palabra
poética, tampoco hay sociedad, Estado, Iglesia o comunidad alguna. La palabra poética es histórica en dos
sentidos complementarios, inseparables y contradictorios: en el de constituir un producto social y en el de ser
una condición previa a la existencia de toda sociedad.
El lenguaje que alimenta al poema no es, al fin de— cuentas, sino historia, nombre de esto o aquello,
referencia y significación que alude a un mundo histórico cerrado y cuyo sentido se agota con el de su
personaje central: un hombre o un grupo de hombres. Al mismo tiempo, todo ese conjunto de palabras,
objetos, circunstancias y hombres que constituyen una historia arranca de un principio, esto es, de una
palabra que lo funda y le otorga sentido. Ese principio no es histórico ni es algo que pertenezca al pasado
sino que siempre está presente y dispuesto a encarnar. Lo que nos cuenta Hornero no es un pasado fechable
y, en rigor, ni siquiera es pasado: es una categoría temporal que flota, por decirlo así, sobre el tiempo, con
avidez siempre de presente. Es algo que vuelve a acontecer apenas unos labios pronuncian los viejos
hexámetros, algo que siempre está comenzando y que no cesa de manifestarse. La historia es el lugar de
encarnación de la palabra poética.
El poema es mediación entre una experiencia original y un conjunto de actos y experiencias posteriores, que
sólo adquieren coherencia y sentido con referencia a esa primera experiencia que el poema consagra. Y esto
es aplicable tanto al poema épico como al lírico y dramático. En todos ellos el tiempo cronológico —la
palabra común, la circunstancia social o individual— sufre una transformación decisiva: cesa de fluir, deja de
ser sucesión, instante que viene después y antes de otros idénticos, y se convierte en comienzo de otra cosa.
El poema traza una raya que separa al instante privilegiado de la corriente temporal: en ese aquí y en ese
ahora principia algo: un amor, un acto heroico, una visión de la divinidad, un momentáneo asombro ante
aquel árbol o ante la frente de Diana, lisa como una muralla pulida. Ese instante está ungido con una luz
especial: ha sido consagrado por la poesía, en el sentido mejor de la palabra consagración. A la inversa de lo
que ocurre con los axiomas de los matemáticos, las verdades de los físicos o las ideas de los filósofos, el
poema no abstrae la experiencia: ese tiempo está vivo, es un instante henchido de toda su particularidad
irreductible y es perpetuamente susceptible de repetirse en otro instante, de reengendrarse e iluminar con su
luz nuevos instantes, nuevas experiencias. Los amores de Safo, y Safo misma, son irrepetibles y pertenecen a
la historia; pero su poema está vivo, es un fragmento temporal que, gracias al ritmo, puede reencarnar
indefinidamente. Y hago mal en llamarlo fragmento, pues es un mundo completo en sí mismo, tiempo único,
arquetípico, que ya no es pasado ni futuro sino presente. Y esta virtud de ser ya para siempre presente, por
obra de la cual el poema se escapa de la sucesión y de la historia, lo ata más inexorablemente a la historia. Si
es presente, sólo existe en este ahora y aquí de su presencia entre los hombres. Para ser presente el poema
necesita hacerse presente entre los hombres, encarnar en la historia. Como toda creación humana, el poema
es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se
sitúa en un tiempo anterior a toda historia, en el principio del principio. Antes de la historia, pero no fuera de
ella. Antes, por ser realidad arquetípica, imposible de fechar, comienzo absoluto, tiempo total y
autosuficiente. Dentro de la historia —y más: historia— porque sólo vive encarnado, reengendrándose,
repitiéndose en el instante de la comunión poética. Sin la historia —sin los hombres, que son el origen, la
substancia y el fin de la historia— el poema no podría nacer ni encarnar; y sin el poema tampoco habría
historia, porque no habría origen ni comienzo.
Puede concluirse que el poema es histórico de dos maneras: la primera, como producto social; la segunda,
como creación que trasciende lo histórico pero que, para ser efectivamente, necesita encarnar de nuevo en la
historia y repetirse entre los hombres. Y esta segunda manera le viene de ser una categoría temporal especial:
un tiempo que es siempre presente, un presente potencial y que no puede realmente realizarse sino
haciéndose presente de una manera concreta en un ahora y un aquí determinados. El poema es tiempo
arquetípico; y, por serlo, es tiempo que encarna en la experiencia concreta de un pueblo, un grupo o una

