Page 71 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
P. 71

otro, un hombre a otro, una civilización a otra, el cambio se resolvería en uniformidad, y la historia sería
        naturaleza. En efecto, cualesquiera que sean sus diferencias específicas, un pino es igual a otro pino, un perro
        es igual a otro perro; con la historia ocurre lo contrario: cualesquiera que sean sus características comunes, un
        hombre es irreductible a otro hombre, un instante histórico a otro instante. Y lo que hace instante al instante,
        tiempo al tiempo, es el hombre que se funde con ellos para hacerlos únicos y absolutos. La historia es gesta,
        acto heroico, conjunto de instantes significativos porque el hombre hace de cada instante algo autosuficiente
        y separa así al hoy del ayer. En cada instante quiere realizarse como totalidad y cada una de sus horas es
        monumento de una eternidad momentánea. Para escapar de su condición temporal no tiene más remedio que
        hundirse más plenamente en el tiempo. La única manera que tiene de vencerlo es fundirse con él. No alcanza
        la vida eterna, pero crea un instante único e irrepetible y así da origen a la historia. Su condición lo lleva a ser
        otro; sólo, siéndolo puede ser él mismo plenamente. Es como el Grifón mítico de que* habla el canto XXXI
        del Purgatorio: «Sin cesar de ser él mismo se transforma en su imagen». La experiencia poética no es otra
        cosa que revelación de la condición humana, esto es, de ese trascenderse sin cesar en el que reside
        precisamente su libertad esencial. Si la libertad es movimiento del ser, trascenderse continuo del hombre, ese
        movimiento deberá estar referido siempre a algo. Y así es: es un apuntar hacia un valor o una experiencia
        determinada. La poesía no escapa a esta ley, como manifestación de la temporalidad que es. En efecto, lo
        característico de la operación poética es el decir, y todo decir es decir de algo. ¿Y qué puede ser ese algo? En
        primer término, ese algo es histórico y fechable: aquello de que efectivamente habla el poeta, trátese de sus
        amores con Galatea, del sitio de Troya, de la muerte de Hamlet, del sabor del vino una tarde o del color de
        una nube sobre el mar. El poeta consagra siempre una experiencia histórica, que puede ser personal, social o
        ambas cosas a un tiempo. Pero al hablarnos de todos esos sucesos, sentimientos, experiencias y personas, el
        poeta nos habla de otra cosa: de lo que está haciendo, de lo que se está siendo frente a nosotros y en nosotros.
        Nos habla del poema mismo, del acto de crear y nombrar. Y más: nos lleva a repetir, a recrear su poema, a
        nombrar aquello que nombra; y al hacerlo, nos revela lo que somos. No quiero decir que el poeta haga poesía
        de la poesía —o que en su decir sobre esto o aquello de pronto se desvíe y se ponga a hablar sobre su propio
        decir— sino que, al recrear sus palabras, nosotros también revivimos su aventura y ejercitamos esa libertad
        en la que se manifiesta nuestra condición. También nosotros nos fundimos con el instante para traspasarlo
        mejor, también, para ser nosotros mismos, somos otros. La experiencia descrita en los capítulos anteriores la
        repite el lector. Esta repetición no es idéntica, por supuesto. Y precisamente por no serlo, es valedera. Es muy
        posible que el lector no comprenda con entera rectitud lo que dice el poema: hace muchos años o siglos fue
        escrito y la lengua viva ha variado; o fue compuesto en una región alejada, donde se habla de un modo
        distinto. Nada de esto importa. Si la comunión poética se realiza de veras, quiero decir, si el poema guarda
        aún intactos sus poderes de revelación y si el lector penetra efectivamente en su ámbito eléctrico, se produce
        una recreación— Como toda recreación, el poema del lector no es el doble exacto del escrito por el poeta.
        Pero si no es idéntico por lo que toca al esto y al aquello, sí lo es en cuanto al acto mismo de la creación: el
        lector recrea el instante y se crea a sí mismo.
         El poema es una obra siempre inacabada, siempre dispuesta a ser completada y vivida por un lector nuevo.
        La novedad de los grandes poetas de la Antigüedad proviene de su capacidad para ser otros sin dejar de ser
        ellos mismos. Así, aquello de que habla el poeta (el esto y el aquello: la rosa, la muerte, la tarde soleada, el
        asalto a las murallas, la reunión de los estandartes) se convierte, para el lector, en eso que está implícito en
        todo decir poético y que es el núcleo de la palabra poética: la revelación de nuestra condición y su
        reconciliación consigo misma. Esta revelación no es un saber de algo o sobre algo, pues entonces la poesía
        sería filosofía. Es un efectivo volver a ser aquello que el poeta revela que somos; por eso no se produce como
        un juicio: es un acto inexplicable excepto por sí mismo y que nunca asume una forma abstracta. No es una
        explicación de nuestra condición, sino una experiencia en la que nuestra condición, ella misma, se revela o
        manifiesta. Y por eso también está indisolublemente ligada a un decir concreto sobre esto o aquello. La
        experiencia poética —original o  derivada de la lectura— no nos enseña ni nos dice nada sobre la libertad: es
        la libertad misma desplegándose para alcanzar algo y así realizar, por un instante, al hombre. La infinita
        diversidad de poemas que registra la historia procede del carácter concreto de la experiencia poética, que es
        experiencia de esto y aquello; pero esta diversidad también es unidad, porque en todos estos y aquellos se
        hace presente la condición humana.
        Nuestra condición consiste en no identificarse con nada de aquello en que encarna, sí, pero también en no
        existir sino encarnando en lo que no es ella misma.
        El carácter personal de la lírica parece ajustarse más a estas ideas que la épica o la dramática. Épica y teatro
        son formas en las cuales el hombre se reconoce como colectividad o comunidad, en tanto que en la lírica se
        ve como individuo. De ahí que se piense que en las dos primeras la palabra común —el decir sobre esto o
   66   67   68   69   70   71   72   73   74   75   76