Page 70 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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secta. Esta posibilidad de encarnar entre los hombres lo hace manantial, fuente: el poema da de beber el agua
de un perpetuo presente que es, asimismo, el más remoto pasado y el futuro más inmediato. La segunda
manera de ser histórico del poema es, por tanto, polémica y contradictoria: aquello que lo hace único y separa
del resto de las obras humanas es su trasmutar el tiempo sin abstraerlo; y esa misma operación lo lleva, para
cumplirse plenamente, a regresar al tiempo.
Vistas desde el exterior, las relaciones entre poema e historia no presentan fisura alguna: el poema es un
producto social. Incluso cuando reina la discordia entre sociedad y poesía —según ocurre en nuestra época—
y la primera condena al destierro a la segunda, el poema no escapa a la historia: continúa siendo, en su misma
soledad, un testimonio histórico. A una sociedad desgarrada corresponde una poesía como la nuestra. A lo
largo de los siglos, por otra parte, Estados e Iglesias confiscan para sus fines la voz poética. Casi nunca se
trata de un acto de violencia: los poetas coinciden con esos fines y no vacilan en consagrar con su palabra las
empresas, experiencias e instituciones de su época. Sin duda San Juan de la Cruz creía servir a su fe —y en
efecto la servía— con sus poemas, pero ¿podemos reducir el infinito hechizo de su. poesía a las explicaciones
teológicas que nos da en sus comentarios? Baho no habría escrito lo que escribió si no hubiese vivido en el
siglo XVII japonés; pero no es necesario creer en la iluminación que predica el budismo Zen para abismarse
en la flor inmóvil que son los tres versos de su haikú. La ambivalencia del poema no proviene de la historia,
entendida como una realidad unitaria y total que engloba todas las obras, sino que es consecuencia de la
naturaleza dual del poema. El conflicto no está en la historia sino en la entraña del poema y consiste en el
doble movimiento de la operación poética: transmutación del tiempo histórico en arquetípico y encarnación
de un arquetipo en un ahora determinado e histórico. Este doble movimiento constituye la manera propia y
paradójica de ser de la poesía. Su modo de ser histórico es polémico. Afirmación de aquello mismo que
niega: e) tiempo y la sucesión.
La poesía no se siente: se dice. O mejor: la manera propia de sentir la poesía es decirla. Ahora bien, todo
decir es siempre un decir de algo, un hablar de esto y aquello. El decir poético no difiere en esto de las otras
maneras de hablar. El poeta habla de las cosas que son suyas y de su mundo, aun cuando nos hable de otros
mundos: las imágenes nocturnas están hechas de fragmentos de las diurnas, recreadas conforme a otra ley. El
poeta no escapa a la historia, incluso cuando la niega o la ignora. Sus experiencias más secretas o personales
se transforman en palabras sociales, históricas. Al mismo tiempo, y con esas mismas palabras, el poeta dice
otra cosa: revela al hombre. Esa revelación es el significado último de todo poema y casi nunca está dicha de
manera explícita, sino que es el fundamento de todo decir poético. En las imágenes y ritmos se transparenta,
más o menos acusadamente, una revelación que no se refiere ya a aquello que dicen las palabras, sino a algo
anterior y en lo que se apoyan todas las palabras del poema: la condición última del hombre, ese movimiento
que lo lanza sin cesar adelante, conquistando siempre nuevos territorios que apenas tocados se vuelven
ceniza, en un renacer y remorir y renacer continuos. Pero esta revelación que nos hacen los poetas encarna
siempre en el poema y, más precisamente, en las palabras concretas y determinadas de este o aquel poema.
De otro modo no habría posibilidad de comunión poética: para que las palabras nos hablen de esa «otra cosa»
de que habla todo poema es necesario que también nos hablen de esto y aquello.
La discordia latente en todo poema es una condición de su naturaleza y no se da como desgarradura. El
poema es unidad que sólo logra constituirse por la plena fusión de los contrarios. No son dos mundos
extraños los que pelean en su interior: el poema está en lucha consigo mismo. Por eso está vivo. Y de esta
continua querella —que se manifiesta como unidad superior, como lisa y compacta superficie— procede
también lo que se ha llamado la peligrosidad de la poesía. Aunque comulgue en el altar social y comparta con
entera buena fe las creencias de su época, el poeta es un ser aparte, un heterodoxo por fatalidad congénita:
siempre dice otra cosa e incluso cuando dice las mismas cosas que el resto de los hombres de su comunidad.
La desconfianza de los Estados y las Iglesias ante la poesía nace no sólo del natural imperialismo de estos
poderes: la índole misma del decir poético provoca el recelo. No es tanto aquello que dice el poeta, sino lo
que va implícito en su decir, su dualidad última e irreductible, lo que otorga a sus palabras un gusto de
liberación. La frecuente acusación que se hace a los poetas de ser ligeros, distraídos, ausentes, nunca del todo
en este mundo, proviene del carácter de su decir. La palabra poética jamás es completamente de este mundo:
siempre nos lleva más allá, a otras tierras, a otros cielos, a otras verdades. La poesía parece escapar a la ley
de gravedad de la historia porque su palabra nunca es enteramente histórica. Nunca la imagen quiere decir
esto o aquello. Más bien sucede lo contrario, según se ha visto: la imagen dice esto y aquello al mismo
tiempo. Y aun: esto es aquello.
La condición dual de la palabra poética no es distinta a la de la naturaleza del hombre, ser temporal y relativo
pero lanzado siempre a lo absoluto. Ese conflicto crea la historia. Desde esta perspectiva, el hombre no es
mero suceder, simple temporalidad. Si la esencia de la historia consistiese sólo en el suceder un instante a

