Page 74 - Octavio Paz - El Arco y la Lira
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ofrece la epopeya y el lugar de los héroes en ese mundo, conviene precisar el significado del culto a los
        héroes entre los griegos.
        La antigua Grecia conoce dos religiones: la de los dioses y la de los muertos. La primera adora divinidades
        naturales y puede simbolizarse en la figura solar de Zeus; la segunda es un culto a los señores en cuya figura
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        la comunidad entera se reconoce y cuya mejor representación es Agamenón . Ambos cultos sufren
        transformaciones decisivas. La civilización egea se disgrega; la micenia se extiende y trasplanta parcialmente
        al Asia Menor, mientras se extingue en el continente. En las colonias asiáticas la religión de los dioses se
        fortifica, en tanto que el culto a los muertos languidece, ligado como estaba a la tumba local o doméstica. Se
        debilita, pero no muere: los antepasados regios dejan su morada terrestre, rompen los lazos mágicos que los
        atan al suelo e ingresan en el reino del mito. Los héroes ya no son los muertos localizados en una tumba y se
        convierten en figuras míticas en las que el pueblo desterrado ve su pasado como algo lejano y entrañable al
        mismo tiempo. El mito, por otra parte, se desprende del himno religioso y de la plegaria y, tomando como
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        materia propia a los héroes, se convierte en la substancia de la epopeya . La victoria de la religión de los
        dioses no produjo un libro canónico como la Biblia o los Vedas. La libertad que el poeta épico se podía tomar
        con los héroes, gracias a la desaparición de las tumbas, se ejerció también en la pintura de los dioses. Roto el
        lazo sagrado entre el espíritu de la tumba y el hombre, el héroe—dios, el «señor», se humaniza. Para el mito
        el héroe es un semidiós, un hijo de dioses, lo cual no es del todo inexacto pues ya se ha visto que se trata de
        un dios humanizado, una figura libre ya del poder terrible de la sangre y el suelo. Esta humanización
        produce, por contagio, la del dios olímpico. Así, Hornero es tanto un fin como un principio. Fin de una larga
        evolución religiosa que culmina con el triunfo de la religión olímpica y la derrota del culto a los muertos.
        Principio de una nueva sociedad aristocrática y caballeresca, a la que los poemas homéricos otorgan una
        religión, un ideal de vida y una ética. Esa religión es la olímpica; esas ideas y esa ética son el culto a los
        héroes, al hombre divino en el que confluyen y luchan los dos mundos: el natural y el sobrenatural. Desde su
        nacimiento la figura del héroe ofrece la imagen de un nudo en el que se atan fuerzas contrarias. Su esencia es
        el conflicto entre dos mundos. Toda la tragedia late ya en la concepción épica del héroe.
        Para entender con claridad en qué consiste el conflicto del héroe es menester formarse una idea del mundo en
        que se mueve. Según Jaeger «lo que caracteriza el espíritu griego, y es desconocido de los pueblos anteriores,
        es la clara conciencia de una legalidad inmanente de Jas cosas»'. Esta idea tiene dos vertientes: la concepción
        dinámica de un todo, animado por leyes, impulsos y ritmos cósmicos; y la noción del hombre como parte
        activa de esa totalidad. La idea de la legalidad cósmica y la de la responsabilidad del hombre en esa
        legalidad, como uno de sus componentes activos, río deja de ser contradictoria. En ella se encuentra la raíz de
        lo heroico y, más tarde, la conciencia de lo trágico. La epopeya no postula esta concepción como un
        problema, pues Hornero «concibe a Até y a Moira de un modo estrictamente religioso, como fuerzas divinas
        que el hombre puede apenas resistir. Sin embargo, aparece el hombre, especialmente en el canto noveno de la
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        Iliada, si no dueño de su destino por lo menos como un coautor inconsciente» . Los griegos insertan al
        hombre dentro del movimiento general de la naturaleza y de ahí arranca el conflicto y el valor ejemplar de lo
        heroico. Este conflicto no es de orden moral, en el sentido moderno de la palabra: «las fuerzas morales son
        tan reales como las físicas... y los últimos límites de la ética para Hornero son, como para los griegos en
        general, leyes del ser, no convenciones del puro deber».
        Epopeya y filosofía naturalista se nutren de una misma concepción del ser. La idea de una legalidad universal
        se expresa con mayor nitidez aún en el célebre fragmento de Anaximandro: «Las cosas tienen que cumplir la
        pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, según los decretos del Tiempo». No
        se trata de una anticipación a la concepción científica de la naturaleza, con sus leyes de causa y efecto, sino
        de una visión del ser como un cosmos no sin semejanza con el mundo político de Solón, regido por la
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        justicia . Tanto la justicia política como la cósmica no son propiamente leyes que estén sobre la naturaleza
        de las cosas, sino que las cosas mismas en su mutuo movimiento, en su engendrarse y entre devorarse, son las
        que producen la justicia. Así, ésta se identifica con el orden cósmico, con el movimiento natural del ser y con
        el movimiento político de la ciudad y su libre juego de intereses y pasiones, cada uno castigando los excesos


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                Dejo intencionalmente de lado la religión minoica, con su gran Diosa y sus cultos agrarios y subterráneos.
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                Raftaele Pettazzoni, La Religión dans la Gréce antigüe, París, 1953.
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                Wemer Jaeger, Paideia, México, Fondo de Cultura Económica, f cd., 1962. Esta afirmación  de  Jaeger  es
        discutible. La legalidad cósmica aparece en la poesía védica, entre los chinos, los antiguos mexicanos, etc. Lo que no
        aparece en esas civilizaciones es el conflicto trágico.
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                Wcrncr Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, México, Fondo de Cultura Económica, 1952.
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