Page 138 - La Cabeza de la Hidra
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siempre. Se ve muy tranquilo con una bala en el cráneo.
Félix se sintió enfermo; se dobló sobre sí mismo para que el vómito se le escapara, no
deseaba morir ahogado por su propia basca. La náusea se apaciguó cuando el Director
General volvió a hablar con una voz aterciopelada, de encantador de serpientes.
—No sé qué motivos atribuye usted al difunto señor Benjamín. Es usted un hombre
muy apasionado, siempre lo dije. ¡Cómo me he reído con las travesuras que le hizo al
pobrecito de Simón, a la señora Rossetti en la piscina y al profesor Bernstein! Se
necesita mucho culot, ¿cómo? Vamos, señor licenciado, ya pasó el tiempo de las
violencias entre usted y yo, suélteme las solapas, tranquilitos todos, ¿sí?
—¿Quiere usted decirme que Abby no mató a Sara porque la confundió con Mary? ¿No
fueron los celos el móvil del crimen?
Esta vez, el Director General no interrumpió sus carcajadas; rió tanto que tuvo que
quitarse los espejuelos y limpiarse los ojos con un pañuelo.
—Sara Klein fue asesinada porque era Sara Klein, mi querido. No la confundieron con
nadie. ¿Qué dice Nietszche de las mujeres? Que los hombres las teman cuando aman,
porque son capaces de todos los sacrificios y cuanto es ajeno a su pasión les parece
desdeñable. Por eso una mujer es lo más peligroso del mundo. Sara Klein era una de
esas mujeres verdaderamente peligrosas. El nombre de su amor era la justicia. Y esta
mujer enamorada de la justicia estaba dispuesta a sufrirlo todo por la justicia. Pero
también a revelarlo todo por la justicia. Sí, el ser más peligroso del mundo.
—Su amor se llamaba Jamil; ustedes lo mataron.
El Director General pasó por alto el comentario con una mueca de indiferencia bélica:
todo se vale. Habló sin justificarse:
—Cuando visité a Sara a las diez de la noche en las suites de Genova le dije que se
precaviera; le dije que Bernstein había matado al llamado Jamil cuando Jamil pretendió
matar a Bernstein. El hecho era creíble en sí mismo; le sobraban razones a Jamil para
asesinar a Bernstein y viceversa. Pero apuntalé mi versión pidiéndole a Sara que se
comunicara telefónicamente con el profesor. Lo hizo. Bernstein admitió que estaba
herido, alguien intentó matarlo esa tarde, después de la ceremonia en Palacio, pero sólo
le hirió un brazo. Sara insultó a Bernstein y colgó el teléfono, sacudida por los sollozos.
Ello bastó para dar crédito a mi versión de los hechos.
—Jamil ya estaba muerto y encerrado con mi nombre en una celda militar. ¿Quién hirió
a Bernstein?
—Claro, fue herido ligeramente por Ayub y por instrucciones mías. Se trataba de
exacerbar a Sara, hacerla romper las hebras de su fidelidad quebrantada hacia Israel y
ponerla a hablar. Quel coup, mon ami! Una militante israelita como Sara Klein se pasa a
nuestro bando y hace revelaciones sensacionales sobre la tortura, los campos de
concentración, las ambiciones militares de Israel. Imagínese nada más, ¿cómo?
—Pensaba regresar a Israel. Tenía los boletos. Me lo dijo en el disco.
—Ah, una verdadera heroína bíblica, esa Sara, una Judith moderna, ¿sí? También me lo
dijo a mí. Iba a denunciar a Israel pero desde adentro de Israel. Tal era la moralidad de
esta desventurada aunque peligrosa mujer. Le di unos cachets de somníferos y le dije
que descansara. Pasaría por ella para llevarla al aeropuerto la mañana siguiente. Dispuse
una vigilancia frente a las suites de Amberes. Mis agentes tomaron nota de todo, la
serenata, la monja. Pero no entró nadie sospechoso. Los israelitas nos engañaron. Sus
agentes ya estaban dentro del hotel. Se llamaban Mary y Abby Benjamín.
—Pero Abby admitió que mi versión era exacta...
—Por supuesto. Le convenía que usted pensara que los motivos del crimen fueron
pasionales. No, fueron políticos. Se trataba de callar para siempre a Sara Klein. Lo
lograron. Pero no se torture, señor licenciado. Abby Benjamín está muerto dentro de una

