Page 17 - La Cabeza de la Hidra
P. 17
salida se compraron la reproducción. Abrió la puerta de la recámara. Ruth estaba
acostada mirando la televisión. Pero no se había peinado y se desmaquillaba con
kleenex. Esto desconcertó a Félix. La saludó, hola Ruth, pero ella no contestó y Félix se
fue directamente a la sala de baño. Desde allí le dijo en voz alta disfrazada por los grifos
abiertos y la máquina de afeitar:
—Son las ocho, Ruth, la invitación es a las nueve. No vas a estar lista.
Miró su cara en el espejo y recordó el parecido con Velázquez, los ojos negros rasgados,
la frente alta y aceitunada, la nariz corta y curva, árabe pero también judía, un español
hijo de todos los pueblos que pasaron por la península, celtas, griegos, fenicios,
romanos, hebreos, musulmanes, godos, Félix Maldonado, una cara del Mediterráneo,
pómulos altos y marcados, boca llena y sensual, comisuras hondas, pelo negro, espeso,
ondulado, cejas separadas pero gruesas, ojos negros que serían redondos, casi sin
blanco, si la forma de avellana no los orientalizara, bigote negro. Pero Félix no tenía la
sonrisa de Velázquez, la satisfacción de esos labios que acaban de masticar ciruelas y
naranjas.
—No vas a estar lista, repitió en voz alta. Yo nada más me rasuro, me doy un
regaderazo y me cambio de ropa. A ti te toma más tiempo. Ya sabes que no me gusta
llegar con retraso.
Pasaron varios segundos y Ruth no contestó. Félix cerró los grifos y desconectó la
máquina. Paciencia y piedad, les había pedido el rabino que los casó, ahora recordó esas
dos palabras y las estuvo repitiendo bajo la ducha. Paciencia y piedad, mientras se
frotaba vigorosamente con la toalla, se rociaba abundantemente con Royall Lyme, se
untaba Right Guard bajo los brazos y se pesaba la taleguilla de los testículos, veía el
tamaño del miembro, no de arriba abajo porque así siempre se ve chiquito, sino de lado,
de perfil ante el espejo de cuerpo entero, ese es el tamaño que ven las mujeres. Sara,
Sara Klein.
Salió desnudo a propósito a la recámara, fingiendo que se secaba las orejas con la toalla
y repitió lo que antes había gritado, ¿no me oíste, Ruth?
—Sí te oí. Qué bueno que te bañaste y te perfumaste, Félix. Es tan desagradable cuando
vas a las cenas con el sudor de todo el día, los olores de tu oficina y los calzoncillos su-
cios. A mí me toca recogerlos.
—Sabes que a veces no hay tiempo. Me gusta ser puntual.
—Sabes que no voy a ir. Por eso te bañas y te perfumas.
—No digas tonterías y apúrate. Vamos a llegar tarde.
Ruth le arrojó con furia el ejemplar de Vogue que había estado hojeando. Félix lo
esquivó; recordó las hojas abiertas de los libros del estudiante en el taxi, como navajas,
matando a los pollitos.
—¡Tarde, tarde! Es todo lo que te preocupa, sabes muy bien que si llegamos a la hora
no habrá nadie en casa de los Rossetti, él no habrá llegado de la oficina y ella se estará
prendiendo los chinos. ¿A quién engañas? Cómo me irritas. Sabes perfectamente que si
nos invitan a las nueve es para que lleguemos a las diez y media. Sólo los extranjeros
ignorantes de nuestras costumbres llegan puntuales y embarazan a todo el mundo.
—Abochornan o ponen en aprietos, pochita —dijo con ligereza Félix.
—¡Deja de pasearte encuerado, como si me llamara la atención tu pajarito arrugado! —
gritó Ruth y Felix rió:
—Se veía más grande antes de que me obligaras a la circuncisión, mira que
circuncidarme a los veintiocho años, sólo para darte gusto.
Empezó a vestirse con furia, se le acabó la paciencia, así era siempre, primero mucho
humor, luego abruptamente una cólera verdadera, no fingida como la de Ruth, sólo por
ti,

