Page 22 - La Cabeza de la Hidra
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—Voy a rogarle que se retire, licenciado Maldonado. Su mala educación no tiene
                  límites. Está usted en mi casa, no en la suya.
                  —¿Qué pasó? —dijo Félix con asombro burlón—. ¿No me dice usted siempre que su
                  casa es mi casa?
                  —No me explico su conducta —dijo fríamente Mauricio—. Quizá el Director General
                  sepa explicármela mañana, cuando le cuente lo ocurrido.
                  Félix se rió en la cara de Rossetti: —¿Te atreves a amenazarme, pinche gondolero? —
                  Le ruego que recapacite y se comporte, licenciado. —Pinche lambiscón.
                  —¿Quién me ayuda a sacar a este infeliz? —preguntó Rossetti a la reunión en general,
                  los invitados curiosos pero lejanos, un poco amedrentados.
                  Cómo cambiaba la cara de Bernstein sin los anteojos. El doctor se interpuso entre
                  Maldonado y Rossetti. Sin lentes y sin sorpresa la cara normalmente sospechosa y tensa
                  adquiría una bonhomía navideña. Bernstein parecía un carpintero amable que se quedó
                  ciego tallando juguetes para los niños. Le dijo a Mauricio que él era el agraviado y le
                  rogó que olvidara el incidente. Rossetti dijo que no, había agraviado a todos, hay que
                  darle una lección a este majadero, doctor. —Se lo ruego yo. Por favor. Rossetti se
                  resignó con un movimiento despreciativo de hombros y le dijo a Félix es la última vez
                  que viene usted aquí, Maldonado.
                  —Ya lo sé. Está bien. Perdón —dijo Félix.
                  Un criado le devolvió los anteojos a Bernstein y con ellos regresó el rostro perdido del
                  doctor. Palmeó paternalmente el hombro de Félix. El anillo con la piedra blanca como el
                  agua lanzaba fulgores de cabezas de alfiler desde el dedo gordo del profesor.
                  —Nuestro anfitrión es muy italiano, aunque lleve cuatro generaciones en México. Los
                  italianos no entienden ni lo nuevo ni lo viejo, sólo lo eterno. Los accidentes históricos
                  les son indiferentes y hasta risibles. No entienden que los judíos somos parricidas y los
                  mexicanos filicidas. En Cristo quisimos matar al padre, nos aterró la encarnación del
                  Mesías en un usurpador, sobre todo si tomas en cuenta que cada vez que se aparece el
                  redentor nuestra destrucción es aplazada. En cambio ustedes quieren matar al hijo, es la
                  descendencia lo que les duele. La descendencia en todas sus formas es para ustedes
                  degeneración y prueba de bastardía. No, Mauricio no sabe esto. Ignora tantas cosas. Mi
                  figura es demasiado paternal, ¿verdad, Sara?
                  —Eres mi amante —dijo con voz esterilizada Sara—. ¿Qué quieres que diga?
                  Bernstein miró de frente, sin sonrojo pero sin victoria, a Félix.
                  —Tú jamás matarías a tu padre, Félix, eso es lo que no entiende el pobrecito de
                  Mauricio. Tú sólo matarías a tus hijos, ¿verdad?
                  Félix miró con desolación a Sara y luego, para evitar la mirada de la mujer, se quedó
                  observando el cuadro de Ricardo Martínez encima de la chimenea, los grandes bultos de
                  los indios sentados en cuclillas en medio de un páramo frío y brumoso que devoraba sus
                  contornos humanos.
                  Al cabo dijo:
                  —Entonces ya tengo los mismos derechos de todos.
                  —Pobre Félix —dijo Sara—. De joven no eras vulgar.
                  Bernstein dejó de palmear protectoramente a Maldonado y sin dejar de sonreír acercó
                  peligrosamente el rostro al de Sara.
                  —Te advertí que no vinieras —le dijo a Félix el hombre gordo con el anillo acuoso
                  como su mirada.
                  —Pobre Félix —repitió Sara y tocó la mano de su admirador—. Entiende que ahora soy
                  igual a tus otras mujeres. Pobre Félix.
                  —Qué cosa más chispa —empezó a reír repentinamente Félix, terminó doblándose de
                  carcajadas y fue a apoyarse contra la repisa de la chimenea adornada con pequeñas
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